El arte como representación de lo social/político. Murillo en su época.

JUAN-RAMÓN BARBANCHO

Índice

  1. El arte como representación de lo social/político

1.1. La Sevilla del seiscientos. Murillo en su época. Contexto político, económico, religioso y cultural

1.2. El retrato como representación social

A modo de conclusión

Bibliografía

 1. El arte como representación de lo social/político.

Soy consciente de que puedo estar “estirando” algunos conceptos hasta el límite, que algunas ideas y pensamientos se han creado y se trabajan desde una mirada social sobre el arte actual, pero creo que se pueden aplicar también a otras épocas, bajo ciertas premisas, precisamente desde esa mirada social, desde un análisis de las producciones que llamamos artísticas en su contexto. De un estudio no del qué, cómo y cuándo, sino del por qué y para qué se hace una obra de arte. Creo que esto último es lo importante.

Quizá no se trate de romper los límites del reflexionar sobre el arte sino comprobar su resistencia y ponerlos en cuestión.

También soy consciente de que voy a expandir el término social/sociedad tal como lo podemos entender ahora, pero no pretendo hablar en absoluto de ese “arte social” que quiere “modificar” comportamientos ni denunciar los abusos del poder[1], que eso sí pertenece a la actualidad, sino social en el sentido de ser reflejo de su tiempo, al que se debe y representa, pero sin ninguna intención de denuncia y sin querer poner el ojo en evidenciar situaciones injustas. Tal vez sí, en Murillo, un intento de paliar desgracias, de suavizar sinsabores.

No podemos recrear exactamente la mentalidad de las personas del siglo XVII para saber cómo recibían estas obras, pero analizando su contexto con las fuentes que tenemos podemos hacernos una idea cercana y, de alguna manera, entender por qué se hacía ese tipo de arte, quién lo patrocinaba y por qué y a quién iba dirigido su mensaje. Sobre quién lo patrocinaba sí tenemos una idea cierta, pero tal vez haya que poner el ojo en las razones últimas por las que lo hacía, en la mayoría de los casos.

Desde un análisis social, o con una metodología sociológica, tal vez nos daremos cuenta que el arte no ha cambiado tanto como pensamos, más bien lo que ha cambiado es el mundo que refleja y la sociedad que lo produce. Al final las creaciones culturales son una explicación de su propio contexto. El arte es un constructo comunicacional con un emisor, un mensaje, un canal y un receptor. Esto poco ha cambiado, salvo cuando el arte pierde este interés y se convierte en un ejercicio formalista vacío de contenido, peso eso sólo pasa en nuestra época.

Visto así, el arte actual no resultaría tan “extraño” a aquellas personas que les parece algo “raro” y que prefieren lo “antiguo” porque lo “comprenden mejor”. Tal vez se darían cuenta de que al que no entienden realmente es a ese “antiguo”, precisamente porque no viven en el siglo XVII. A la “rareza” del arte contemporáneo podríamos sobreponer la tan murillesca Inmaculada, una mujer volando por los aires rodeada de cabezas, cuerpos y alas.

Con este ejercicio de reflexión mejoraría nuestra comprensión del “arte antiguo” y sobre todo se pondría en valor mucho mejor el actual.

Lo interesante sería hacer una revisión de eso que llamamos “Historia del Arte” desde el punto de vista de las “relaciones con el mundo”, de cómo cada obra –pintura, escultura, arquitectura, etc.- posibilita esas relaciones a la vez que es reflejo de ellas. En el centro de todas estas cuestiones, quizás, esté ésta: ¿a qué tipo de conocimiento puede dar lugar la imagen? ¿Qué tipo de contribución al conocimiento histórico es capaz de aportar este “conocimiento por la imagen”? En resumen, retomar y reorganizar una enorme cantidad de material histórico y teórico.

David Freedberg propone un método totalmente distinto de acercarse al arte, distinto al de empleado habitualmente en nuestras facultades. Utilizando tanto la filosofía como la antropología y la sociología, su idea es afrontar lo que las obras nos dicen sobre el uso y destino de las imágenes en sí mismas y de las respuestas que provocan, tanto los fenómenos considerados primitivos y mágico-religiosos, como los considerados puramente estéticos. La historia del arte, esa forma de investigar, ha ido suprimiendo los testimonios del poder de las imágenes, las relaciones entre éstas y los seres humanos, pero según él es indispensable atender a las manifestaciones y la conducta de aquellos que contemplaban estas imágenes, como también es imprescindible considerar la efectividad, eficacia y vitalidad de las mismas, lo que esperaban que éstas les produjeran y por qué tenían tales esperanzas. Es decir, analizar lo cognoscitivo y lo emotivo.

Hasta la llegada de la Modernidad esas relaciones eran fundamentalmente transcendentes, buscaban el encuentro con la divinidad sin más explicaciones posibles, o cómo seguir el ejemplo de los santos les proporcionaría “un tesoro en el cielo”. Luego veremos cómo también se pueden hacer otras lecturas, cómo los personajes secundarios de algunos de los grandes cuadros de Murillo buscarían tener ese tesoro celestial, cierto, pero de momento se conformaban con que les solucionaran las necesidades del día a día.

Podríamos aventurarnos a decir que era un “arte social” en la medida que iba dirigido a provocar ciertas actitudes en el común de la población (actitudes de las que se servía el poder para dominar a la plebe, también). En Occidente era utilizado por la Iglesia con un fin catequético: adoctrinar por medio de las imágenes, inculcarles la conciencia del “bien” y del “mal”, del “premio” y del “castigo”, que nunca se encontraba en esta vida, sino en la “otra”. Así, es interesante observar el cambio estético-doctrinal entre el Románico y el Gótico, desde un Cristo en Majestad justiciero –el Pantocrátor- a un Cristo doliente en el crucificado gótico. Es un cambio de mentalidad porque hay un cambio teológico también y eso conlleva una nueva forma de relacionarse con el más allá y para evidenciar y enseñar esto el arte, el poder de las imágenes, no tiene parangón. García Canclini lo explica como un “entrelazamiento entre las intenciones de los artistas y las estructuras sociales y políticas que organizan las imágenes”[2] como una forma, también, de ejercer el poder de los que gobernaban. Siguiendo a Foucault, para entender ese poder de la imagen necesitaríamos fijarnos en las relaciones internas de dominación y resistencia, así como su relación externa con aquellos que contemplaran las obras y con su mundo.

También ocurre en la arquitectura, que cambia la horizontalidad por la verticalidad y la transparencia de las catedrales góticas. La oscuridad por la luz. De la misma manera se podría hacer desde el arte patrocinado y promovido desde el poder político. Por una parte patrocinaban el arte religioso, pero también edificios civiles que se convertían en una manifestación de su fortaleza social, tanto de la Monarquía como de la Nobleza.

Como decía, no es un arte social tal como lo entendemos hoy, pero sí que era “útil” para ese tipo de sociedad. Esas obras, como producto que son del quehacer y del intelecto humano y como reflejo y explicación de su sociedad deberían haberse estudiado desde el principio desde la Sociología, desde las dinámicas sociales.

Mauss se hace una pregunta interesante: “¿Cómo ligar un hecho a su medio si no se comprende el medio que ha afectado sobre el hecho?”[3] Efectivamente así es, el arte es un reflejo de la sociedad y facilita el conocimiento y lectura de ésta, pero también el conocimiento de la sociedad, de la estructura y cómo las relaciones sociales son necesarias de conocer para entender el arte producido en ellas. Es un conocimiento recíproco necesario, como una retroalimentación, un feedback. Cuanto mejor conozcamos un tipo de sociedad mejor podremos apreciar el arte en ella producido y cuanto mejor conozcamos el arte más elementos de análisis tendremos para investigar la sociedad y sus componentes.

Si queremos estudiar un hecho sociológicamente, y las obras de arte son en realidad hechos sociales en los que se condensan relaciones, es preciso recurrir a la historia, al contexto. El gran problema de las obras “históricas” está, por una parte, en esa forma de estudiarlas, que analiza, como digo, el qué, el cómo y el cuándo pero nunca como el por qué y para qué, y por otra parte -especialmente la pintura y la escultura pero también retablos y mobiliario- que se encuentran ahora descontextualizadas en los museos. Como mucho se explican que ciertas perspectivas están forzadas porque estaban hechas para mirarlas desde abajo y a distancia y poco más. La desubicación de las obras de contribuye a su deshumanización y refuerza el mito del carácter intemporal de determinadas producciones. Cierto que hay algunas, por geniales, que pueden ser leídas y comprendidas en cualquier tiempo y lugar diferente al suyo, las podríamos llamar universales. Las tragedias griegas lo son, obras de teatro del Siglo de Oro español también (El Alcalde de Zalamea o Fuenteovejuna pueden ser leídas perfectamente en la actualidad, por lo que tienen de representación del abuso del poder y la lucha del pueblo por sus derechos), como también el teatro de Lorca, por ejemplo, pero eso no quita que se valoren aún mejor conociendo su contexto.

El pintor era un visualizador experto de las historias venerables, esa era su función en un mundo, como digo, transcendente. Cuando se llegue al mundo inmanente cambia la forma de representar, incluso lo sagrado, porque cambia la forma de percibirlo.

Al estudiar las producciones artísticas del siglo XVII, del Murillo que nos ocupa –como de cualquier otro-, si lo hacemos con una metodología sociológica, tendremos mucha más capacidad de observación y de aprendizaje puesto que es un espacio social donde se encuentran, aún ocultas, formas de relación.

Una lectura sociológica del cuadro debe estar guiada por una problematización y por la aplicación de categorías sociológicas que, al tener en cuenta los procesos históricos, permitan observar las regularidades y las innovaciones, es decir, ver el cuadro como un espacio social en el que de algún modo están presentes los códigos que rigen las relaciones sociales[4].

En este sentido hacer una relectura de la historia desde el punto de vista de los estudios sociales, de su importancia como elemento de conocimiento social/político en su contexto, cambiaría ciertamente nuestra apreciación y sobre todo nos aportaría una comprensión correcta de la misma.

La sociología del arte trata de hacer visibles las condiciones históricas, sociales y culturales que hacen posible que una obra de arte se convierta en un objeto maravilloso y conmovedor, aunque el análisis sociológico de las producciones artísticas puede resultar muchas veces iconoclasta. Al objetivar las condiciones sociales y políticas, los procesos que hicieron posible lo que algunos llaman la “magia” de la experiencia estética, ese atractivo podría perderse, lo cual no es una merma, ni mucho menos, para el conocimiento.

Desde la Sociología se estudia el arte como un producto realizado por el ser humano con una finalidad estética y/o comunicativa, con la cual se pueden expresar ideas o emociones, y se analizan diferentes elementos sociales que concurren en la creación y difusión de una obra. Esto quiere decir que no se estudia ésta de una forma aislada, sino atendiendo a todos aquellos asuntos que influyen, o pueden influir, en su creador/a para abordar el tema que le interesa; o cómo esos asuntos se ven reflejados en la obra en cuestión. Asuntos como el momento social/político en que está hecha, la situación del autor/a, su cultura, economía, etc. Por tanto, la obra se configura como un constructo social que es, bien cierto estético, pero fundamentalmente comunicativo. Si nos detuviéramos a analizar cualquier obra de arte de la historia, a través de ella obtendríamos información sobre las circunstancias en que fue creada, qué tipo de sociedad la inspiró, cómo era su economía, quien ayudó a sufragarla, etc.

Analizar sociológicamente una obra de arte implica remitirla a la materialidad de la historia, indagar sobre sus condiciones de posibilidad y de sentido, inscribirlas en las determinaciones sociales que las hicieron posible y en las que resultan inteligibles.

Algunos autores han hecho aportaciones importantes a esta metodología y nos dotan de herramientas para un trabajo de análisis del arte en su contexto, como El arte desde el punto de vista sociológico (1889), de Jean-Marie Guyau o John Ruskim en Las piedras de Venecia (1851-1856). También William Morris en Los fines del arte (1887). Arte y vida social (1912) de Georgi Plejánov aborda las producciones artísticas de la misma forma, como igualmente lo hace Friedrich Antal en La pintura florentina y su ambiente social (1948).

Pierre Francastel aborda la cuestión desde una mirada multidisciplinar, aportando al método recursos provenientes del estructuralismo y la semiología en Pintura y sociedad (1951). Quizá el que mejor establece la metodología, sentando de forma más elaborada las bases del estudio sociológico, delimitando sus objetivos y analizándolo por estratos culturales sea Arnold Hauser en Teorías del arte (aparecido inicialmente como Filosofía de la historia del arte en 1958). Su objeto de estudio es la posición del/a creador/a en la sociedad, su prestigio o su olvido, las clases que le sostienen y consumen, pero una relación no antagonista sino dialéctica. En Sociología del arte, publicado unos años más tarde, en 1974, realizó la aportación más completa a esta disciplina, analizando de forma rigurosa los distintos componentes teóricos que repercuten en ella. En sus estudios rechaza la autonomía del arte al entender que todo lo que hay alrededor de ella le influye. Argumenta que cada sociedad tiene un estilo artístico propio que, en gran parte, se diferencia de las demás y que la identifica de una manera precisa. Entre sus publicaciones sobre este asunto destacan, además de la citada, Historia social de la literatura y el arte (1951).

Por otra parte, Francis Haskell en Patrones y pintores (1963) analiza el mecenazgo como una referencia obligada para entender tanto la obra como su contexto y Peter Burke en El Renacimiento italiano: Cultura y sociedad en Italia  (1972) estudia igualmente la posición social del artista, así como la necesidad del patrocinio y la función del arte, como también vuelve a hacerlo en su obra posterior Sociología e Historia (1987).

Pierre Bourdieu, uno de los teóricos que más han influido en las ciencias sociales, enfatizó el origen sociocultural del arte vinculándolo al comportamiento humano, analizando pautas de comportamiento presentes en distintas sociedades, desde las más primitivas hasta las más avanzadas. Junto a Hauser, Bourdieu es considerado como uno de los sociólogos de la cultura que mejores aportaciones ha hecho a la disciplina. Analiza cómo, a través de la historia, las clases dominantes se han legitimado por la cultura, haciendo de ésta, de su patrocinio, un verdadero sistema de propaganda, en lo que no le falta razón.

La sacralización del arte que tiene mucho que ver con el “genio”, que encuentra sus condiciones de posibilidad en la deshistorización del mismo, así como su mercantilización representa la muerte de éste.

Habría que analizar el arte sin desvincularlo de los marcos sociales en los que surgió, ni el sentido o los sentidos que cobran las categorías del conocimiento artístico en las sociedades en las que nos ha correspondido vivir. No pretendo hacer en este pequeño ensayo un análisis de la importancia de la obra de Murillo, más bien quiero acercarme a la sociedad que lo posibilitó, los cambios que se dan en su trabajo como reflejo de determinados acontecimientos y cómo podría ser visto y asumido por quienes se acercaran a contemplarlo.

La sociedad es un todo donde no se pueden hacer compartimentos estancos, con unos asuntos por un lado y otros por otro, como si pudieran existir y funcionar desconectados. Todo son casusas y efectos. No creo en el artista que trabaja aislado, encerrado y encantado con su propia excelencia.

No hay sociedad por un lado e individuo por otro. El individuo siempre es un individuo en una red de relaciones y la mayor o menor conciencia de su “individualidad” y de su “libertad” es un proceso que se debe a características de la figuración en que se encuentre.[5]

La cultura es un elemento más de las relaciones entre todos los que forman parte de una determinada esfera, por más que en tiempos pasados fueran relaciones de poder de unos sobre otros, algo que no sólo es del pasado si no también actual aunque a muchos no les parezca así. El ejercicio del arte, de la cultura en general, es muy difícil que sea independiente si lo miramos bien.

El cambio que se opera en el Renacimiento es importante (también para entender lo que ocurre en el Barroco). Por un lado la Iglesia y el Estado refuerzan su poder y su visibilidad a través del arte, pero también los artistas modifican su estatus. Con la nueva filosofía humanista (Mirandola[6]) el hombre[7] se sitúa en el centro de la creación (por más que siguiera siendo una sociedad teocrática). Así, los artistas desde el principio del Renacimiento comienzan a firmar sus obras, hay ejemplos anteriores e importantes al final del Gótico, pero no son demasiados. Comienzan a firmar sus obras como un acto de posesión, de empoderamiento, de autoafirmación. Soy yo y esta es mi obra, esta es mi aportación al mundo. Ya no soy un personaje anónimo al servicio de un señor, soy un profesional autónomo, por más que siga bajo el clientelismo del poder, civil o eclesiástico.

Esta seguridad en su propia excelencia, algo tan propio de los artistas, y su situación en la sociedad se puede ver muy bien en dos ejemplos coetáneos y contrapuestos del momento que nos ocupa: Murillo y Velázquez. Si bien el segundo se centra en la esfera del poder que le otorga la Corona (como propagandista diríamos hoy), el primero busca una aceptación social por medio de una fuerte red de amigos y protectores dentro de la nobleza, la burguesía y la Iglesia. Ambos, con métodos diferentes, lo que buscan es la dignificación del “oficio de pintor” y de la pintura misma.

Este empoderamiento se ve muy bien en los autorretratos, solos o en grupo. Me detendré más adelante en los de Murillo.

Esta importancia social del arte, como representación, va tomando carta de naturaleza a medida que también otras capas de la sociedad van emergiendo y tomando poder. Será el nacimiento de la burguesía y la expansión de su poder económico pero también intelectual quien opere ese cambio, queriendo afirmar su presencia en la sociedad por medio de la construcción de grandes edificios y el patronato de capillas funerarias que perpetúen la presencia y el poder del fundador y de su familia, también lo es la utilización del retrato. La efigie será tremendamente significativa en este contexto, dar a conocer cómo es la persona concreta. El retrato del cliente pero también el del propio artista. En el caso de la Sevilla de Murillo, con la presencia de los grandes mercaderes italianos y norteeuropeos, la burguesía reafirmará así su poder.

El retrato tendrá una enorme importancia social, tanto para las familias como para el resto: para unos mostrarse, para otros ser advertidos de quien tiene el poder y por tanto a quien hay que servir. Retrato individual o como donantes es una escena religiosa. Donantes que no sólo financiaban el arte, también compraban su salvación y acentuaban su prestigio social. En la producción de Murillo hay algunos retratos que merecen un especial interés, como veremos más adelante, como es el caso del de Justino de Neve.

La Monarquía Absoluta, que vendrá ya con el Barroco, será la afirmación de la Corona sobre la nobleza y el pueblo y se verá reflejada en la arquitectura, la escultura y la pintura, como también en otras artes como la novela, la poesía, el teatro o la música. El hecho de que Cervantes dedicara la primera parte de El Quijote al Duque de Béjar es una manifestación de agradecimiento, pero también del poder del noble y así debía quedar de manifiesto ante quienes leyeran la obra, antes y ahora. O las Novelas Ejemplares al Conde de Lemos.

Por tanto, el arte es un constructo estético, ciertamente, pero siempre, también, social/político.

Bourriaud decía que “el arte es una actividad que consiste en construir relaciones con el mundo con la ayuda de signos, formas, gestos u objetos”[8]. Esto, que está escrito pensando en el arte más actual, igualmente lo podemos aplicar al de cualquier época. Objetos, signos y formas construidos para una sociedad del siglo XVII, en Sevilla, que sabía leerlos en su justa medida y que entendía perfectamente su significado, ya fueran cuadros destinados a la formación de los jóvenes frailes (la serie del claustro chico de San Francisco[9]), de los hermanos de la Santa Caridad o de cualquiera que entrara en la iglesia de los Capuchinos o en la catedral.

Siguiendo con Bourriaud “el artista habita las circunstancias que el presente le ofrece para transformar el contexto de su vida (sus relaciones con el mundo sensible o conceptual) en un universo duradero”[10]. El contexto de su vida y la de los que contemplarían sus obras, como ocurrió después de la Gran Peste a la que después me referiré. Podríamos decir que hay un desbordamiento de lo individual y se produce un intenso proceso de trabajo colectivo y de formas de contagio. No me refiero a colectivo en cuanto a su producción pero sí a su entendimiento puesto que cada obra de arte es una propuesta para habitar un mundo común[11].

Al hacer un análisis desde esta óptica no está el interés en desplazar los límites de la historia del arte tal como la entendemos comúnmente sino poner a prueba la resistencia de estos límites, como antes apuntaba.

Sería posible escribir una historia del arte que sea la historia de las relaciones con su contexto. Analizar un mundo transcendente donde el arte proponía establecer relaciones con lo divino, un interfaz entre la sociedad humana y las fuerzas invisibles que la rigen, para luego explorar las relaciones de la persona con el mundo. El análisis iconológico de las obras de arte convierte las imágenes en documentos sociales, para lo que tiene en cuenta las propias imágenes en su contexto, el significado social de la imagen, por lo que ésta constituye un dato sociológico y discursivo. Esto es, el poder de las imágenes.

Recogiendo el pensamiento de Didi-Huberman sobre este poder de representación de las imágenes, ese “cuando las imágenes tocan lo real”, de ese “incendio” que se produce, según él, entre las unas y lo otro, no sé si podríamos hablar de un incendio al intentar imaginar lo que pensarían los menesterosos de Sevilla ante unos de estos cuadros de Murillo, pero sí ciertamente que tocaban lo real, los tocaba a ellos, a sus necesidades, porque esas representaciones de la vida cotidiana (Valdivieso) en grandes cuadros “de milagros” forman parte de lo que los pobres mortales se inventan para registrar sus temblores (de deseo o de temor) y sus propias consumaciones.

La historia del arte puede ser leída como la historia de los sucesivos campos relacionales externos: es la historia de la producción esas relaciones con el mundo, mediatizados por una suerte de objetos y prácticas específicas. Así podríamos comprobar cómo eran las relaciones evidenciadas desde el arte entre humanidad-divinidad, humanidad-objeto y por fin las relaciones humanas (modelos sociales)

Un arte que se elabora en la intersubjetividad, en la respuesta emocional, comportamental e histórica “del que mira”. Es decir, que eso que el espectador aporta-completa a la obra de arte (Duchamp) también depende, y esto es importante, de sus propias experiencias, de su historia personal y como parte de un determinado colectivo, de su cultura y de su aprendizaje. No nos presentamos vacíos ante una obra de arte. Todo influye en nuestra manera de mirar e interpretar las cosas. La misma obra puede devenir en una experiencia muy diferente dependiendo de por quién es mirada. Esto también es una potencialidad importante de una obra de arte, su polisemia, como también su capacidad para traer a un primer plano las experiencias del espectador. Intentemos imaginarnos cómo se verían estas obras en el barroco, cómo las entenderían las personas que habían sufrido los estragos de la Peste, por ejemplo.

Recordando a Benjamin, a su aura como la “manifestación irrepetible de una lejanía”, no había ese aura en el siglo XVII, entre otras cosas porque quien se acercaba a un retablo o a una escultura no iba con la intención de admirar una obra de arte, como lo hacemos ahora en los museos, sino a rezar ante aquello que le conmovía (rezar o esperar directamente el milagro). Y esa era también, en parte, la función de quien lo hacía: conmover. No hay aura ninguna en esa pintura, no se pintaba con la intención de crearla sino de construir cosas que posibilitaran lecturas. Siguiendo a Guattari es el artista como operador de sentido más que como un creador puro. Obra de arte como productora del sentido de la existencia humana.

Además, aunque pueda parecer un contrasentido, no existía esa lejanía y de eso es un perfecto ejemplo el arte de Murillo, como veremos más adelante, al introducir personas y sucesos “normales” en las escenas milagrosas de algunas de sus obras fundamentales. En este sentido hay una diferencia importante entre los cuadros de San Francisco y los de la Caridad, como veremos.

Así, para este análisis podríamos encontrar un concepto clave: mediación.

La práctica artística está situada siempre en un contexto social determinado… está mediada por procesos ideológicos, sociales, materiales, económicos, tecnológicos, institucionales y éticos. El arte como un medio de conocimiento y como documento social útil para el análisis de la realidad social. El arte es mediador y está mediado[12].

 

1.1. La Sevilla del seiscientos. Contexto político, económico, religioso y cultural

En el siglo anterior a Murillo Sevilla era una de las ciudades más grandes y pobladas de Europa. Al calor del comercio con las Indias llegaban constantemente barcos con riquezas al puerto y mercaderes italianos y norteeuropeos dispuestos a repartírselos. Una especie de monstruo que había crecido sin planificación ni saneamientos, poblado de nobles y pícaros por igual, pero que era “puerto y puerta de América”. Se podría decir que no era una ciudad en tanto que proyecto civil sino una comunidad de creyentes, donde no había barrios sino parroquias (collaciones), donde el lugar de reunión eran las iglesias y las personas se organizaban en hermandades[13]. Pero como se solía decir “quien no vio Sevilla no vio maravilla”. Góngora la llamó “la Gran Babilonia”, o “madre de huérfanos y capa de pecadores”, como escribió Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache. Era, ciertamente, la mejor escenificación del “gran teatro del mundo”. Cervantes la describe perfectamente en Rinconete y Cortadillo. Tal vez a sus gentes más que a la ciudad misma.

Las fiestas, tanto civiles como religiosas, y las abundantes riquezas hacían que la ciudad pareciera una constante algarabía. Pero a mediados del XVII, cuando Murillo contaba unos veinte años, a punto de cumplir la mayoría de edad, todo pareció venirse abajo. Por una parte la economía se resquebrajó y por otra la gran epidemia de Peste diezmó su población. Fue la Gran Peste de 1647 a 1652. En 1649 murieron aproximadamente 60.000 personas sólo en el núcleo urbano, el 46% de la población existente, pasando de 130.000 a 70.000 habitantes. Además de la epidemia, la primavera de 1649 fue tremendamente lluviosa y provocó enormes inundaciones, con un Guadalquivir desbordado que anegó cultivos y granjas. Las aguas se poblaron de cadáveres de ganado putrefactos. A la enfermedad se sumó el hambre.

Aunque nunca volvió a ser lo que era se recobró lo mejor que pudo. Entre 1655 y 1680 se operó esa recuperación. En 1671 existían ya cuarenta y cinco monasterios de frailes y veintiocho conventos femeninos, incluidas todas las órdenes importantes de entonces, como los franciscanos, carmelitas, terceros, mercedarios, dominicos, trinitarios, jesuitas, agustinos y capuchinos[14]. Sevilla se transformó en una ciudad-convento, lo que supuso la creación de nuevos edificios y numerosos encargos para arquitectos, pintores, escultores y retablistas, además de que continuaban las obras de la Catedral. A esto hay que añadir las fundaciones de la nobleza y la alta burguesía de comerciantes. Una nobleza que quería mantener sus privilegios frente a la Corona y una burguesía dinámica en busca de nuevas oportunidades de enriquecerse, mucho más en un mundo de ostentación como el Barroco. Necesitaban hacer visible su poder tanto en la mejora y decoración de sus palacios como en la fundación de capillas donde reposar sus restos con la mayor pompa, lo que fue también fuente de encargos y el patrocinio de conventos y obras pías. Los mejores ejemplos de esta época fueron la refundación de la Hermandad de la Santa Caridad (Mañara) y la fundación del Hospital de Venerables Sacerdotes (Neve).

A esto hay que sumarle dos hechos religiosos con una enorme significación política para la ciudad y para todo el Reino: la Inmaculada Concepción y la canonización de Fernando III. En ambos casos, sobre todo en el primero, Murillo tendrá un protagonismo especial. También en el segundo, pero en este caso porque fue comisionado por el Arzobispado para inspeccionar y enjuiciar la representación del Santo Rey en conventos e iglesias, lo que nos da una idea del poder y prestigio que ya tenía en la ciudad.

Murillo no fue el único que pintó inmaculadas pero no cabe duda de que su forma de hacerlo lo elevó a modelo sin igual hasta nuestros días.

El gran contraste de esta centuria, y no sólo en Sevilla, fue que junto a una enorme crisis económica (y también humana por la epidemia) tanto la literatura como las artes tuvieron no sólo un formidable auge sino que también alcanzaron altísimas cotas de excelencia. Sería curioso analizar por qué en España ocurre así. Hay tres momentos concretos en los que ha pasado esto, de una forma más o menos parecida, grandes crisis (o épocas de grandes cambios), aunque de diferente manera y gran desarrollo de la cultura: la generación del Barroco de la que hablamos, la “Generación del 98” a finales del siglo XIX y la “Generación del 27” con una España paupérrima.

Como analiza el hispanista J. Elliot, España será el último refugio de un Cristianismo confesional medieval, más ideológico que teológico, que se opondrá férreamente a los avances de la ciencia y de la cultura moderna y Sevilla podría considerarse en estos años si no el único el mejor escaparate de esa idea de Estado.

En la época de la que hablamos, como resultado del Concilio de Trento y de la implantación en todo el territorio de la Compañía de Jesús[15], aparece más que nunca una Iglesia católica militante y triunfante que, como a lo largo de toda la historia, sabrá utilizar el poder del arte -el poder de las imágenes- como catecismo, como enseñanza de lo bueno y lo malo. Como exhibición del poder y como adoctrinamiento de la plebe. Una doctrina político/religioso/teológica que en la aún gran ciudad de Sevilla tendrá uno de los mejores referentes del reino tanto en sus iglesias y conventos como en sus calles.

Casi un siglo antes, en 1582, el Cardenal Gabriele Paleotti había publicado en Bolonia el Discorso intorno alle imagini donde exponía las recomendaciones de Trento sobre las imágenes sagradas. Sobre cómo representar a Cristo, la Virgen, los santos y las historias sagradas y sobre cómo éstas debían servir para el adoctrinamiento de los fieles. En definitiva, sin expresarlo de esta manera, habla del poder de las imágenes y cómo las obras de arte tenían la capacidad de influir en la población y esto, además, tuvo una gran importancia en una sociedad especialmente visual como la barroca.

Pero también hay que tener en cuenta que el esplendor de las procesiones se correspondía, muchas veces, con las obras (hoy diríamos) asistenciales de las cofradías, que atendían a la enorme masa de menesterosos que pululaban por todas partes, bien con la “sopa boba” o con la fundación de hospitales. Murillo supo captar perfectamente este carácter cuando le encargaron, por ejemplo Miguel Mañara, la concreción en imágenes de estas obras de misericordia.

Como digo, en Sevilla se pone de manifiesto como en ninguna otra el esplendor y la miseria y una exhibición de la religiosidad sin paragón con manifestaciones constantes de la religiosidad popular. A la fundación de conventos y monasterios hay que añadir, además, obras pías y hospitales, algunos de cofradías y otros gremiales: Casa Cuna, Hospital de San Cosme y San Damián, Hospital de las Bubas. Miguel Mañara llegó a gastar más de un millón de ducados en la refundación de la Hermandad de la Santa Caridad y creación de su hospital e iglesia.

Entre las “nuevas” devociones, como apuntaba, destacan estas dos que serán fuente de encargos para los artistas y especialmente para Murillo: la Inmaculada y San Fernando. La primera se concretó de manera especial justo el año que nació el pintor.

A las diez de la noche del 22 de octubre de 1617 se recibió en Sevilla el Buleto de la Concepción de Nuestra Señora. Un repique en la torre de la catedral y en todas las iglesias de la ciudad anunció la fausta nueva al vecindario que se apresuró a colgar y poner luminarias en todas las ventanas y balcones. El señor Arzobispo, Deán, Cabildo eclesiástico y Ayuntamiento acordaron obligarse con voto solemne a la creencia y defensa, para cuya pompa y solemnidad se fijó el día 8 de diciembre. El día 7 llegó a la Santa Iglesia la Corporación municipal con muy lucido aparato, a caballo, precediéndole danzas y otras ostentaciones festivas, para asistir a la víspera de pontifical que celebró el Arzobispo. Al siguiente día fiesta del Ministerio, repitióse la solemnidad religiosa a la que asistió también el Ayuntamiento con el mismo aparato suntuoso de la víspera.

Era el más importante foco de cultura religiosa de Europa (salvo Roma) y con una religiosidad popular sin paragón. Sólo hace falta consultar los textos sobre lo que ocurrió en 1615 cuando los dominicos intentaron poner en tela de juicio la inmaculada concepción de María (Annales Eclesiásticos y Seculares de la muy Noble y muy Leal Ciudad de Sevilla, Metrópoli de Andalucía, Diego Ortiz de Zúñiga[16]). En su desagravio se celebraron procesiones y fiestas tumultuosas durante todo el año y los siguientes.

Con este auge de religiosidad le llegó no sólo el primer encargo importante, sino el que le abrió las puertas de muchos más. En 1646, un año después de contraer matrimonio, realiza la gran serie de pinturas para el claustro chico del convento de San Francisco. Todas las obras están cargadas de humanidad, son sentimentales y familiares y con ese cierto tenebrismo que el pintor utilizaba especialmente hasta 1650. Estos apuntes sobre su forma de hacer son importantes para entender el cambio que sucederá después, como un reflejo más que de evolución pictórica, que lo es, de un adaptarse, digamos, a lo que vivía la sociedad del momento, como un demostrar en y desde la pintura lo que ocurría en Sevilla y cómo se podía “dulcificar” eso.

Las duras condiciones de vida para la población, sequías, hambrunas y epidemias de Peste eran el caldo de cultivo ideal para esa religiosidad, en una sociedad, no lo olvidemos, profundamente teocrática. Así, el discurso eclesiástico sobre esta vida y la futura, lo de que los desheredados de la tierra tendrán un tesoro en el cielo y lo del camello y el ojo de la aguja, entre otras enseñanzas, hacían mella en los pobres pues la idea era que se contentaran con su situación porque luego les esperarían las riquezas eternas. En los pobres por una parte y en los ricos también, que mediante fundaciones y patronazgos se aseguraban un buen lugar en la “otra vida”. Ya en esa serie franciscana, en las figuras que acompañan a los santos y son testigos de sus milagros, se puede ver el hambre y la pobreza, la miseria en las caras y los gestos[17].

Lo interesante desde el punto de vista de la representación es, como apunta el profesor Valdivieso, que ya está en esos cuadros una inclusión de la “vida civil” en la pintura religiosa. Esto tiene una enorme importancia –se puede decir que social- para la época porque los pobres están y se pueden ver a ellos mismos no sólo en un cuadro sino dentro de una escena sobrenatural. Hasta ahora los únicos personajes terrenales que aparecían en los retablos y cuadros, los únicos representados por el arte, eran los donantes, fueran estos reyes, eclesiásticos, nobles o burgueses (amén de los pastores en las escenas de Belén). Ahora también aparecían ellos, los desposeídos, y además eran testigos y beneficiarios del milagro. Se derivan pues dos asuntos importantes de una lectura atenta de las imágenes: ellos protagonistas y la Iglesia como su única benefactora (espiritual y materialmente hablando).

Esto último no se podría considerar ciertamente una invención de Murillo, indudablemente ya lo había visto en el taller de su maestro Juan del Castillo que le introduce en esa llamada “pintura infantil” si bien los modelos de este, su pintura en general, eran mucho más rígidos y los de Murillo más reales, más humanos, porque lo que consigue es, citando una de nuevo a Valdivieso, desdramatizar la pintura religiosa, partir desde abajo para llegar arriba.

La gran epidemia profundizó en esta idea y afianzó devociones como las del Cristo de la Buena Muerte o del Buen Fin, y que se fundasen cofradías[18] para estos fines o renovasen otras como la de los Agonizantes, cuyo objetivo era procurar a los hermanos sufragios y digna sepultura. También, como apunto, cofradías y conventos a los que los pobres se acercaban en busca de la “sopa boba”. Esto, la intención de hacer aparecer a una Iglesia preocupada por los menesterosos, se ve muy bien en alguna de las obras de la serie de San Francisco como San Diego de Alcalá dando de comer a los pobres o dos de las representaciones de las obras de misericordia del Hospital de la Caridad[19], donde por gracia divina se da de comer y de beber a una tropa de desposeídos que más que en estado de precariedad parecen asistir a la algarabía de una fiesta campestre. Si aisláramos grupo por grupo nadie pensaría que estaban asistiendo a un prodigio divino. Observaremos una diferencia importante entre los cuadros de San Francisco y los de la Caridad. Si en los del primero parecen “verdaderos pobres” los del hospital de Mañara y otros de la época ciertamente no. Ha cambiado su forma de representar, con solo ver sus caras ya podemos observar esa diferencia en su pintura antes y después de la Peste.

Antes de los años de la epidemia su pincelada era espesa y lisa, la iluminación tenebrista, los colores terrosos y un evidente naturalismo. Después su pintura se hace mucho más colorista y amable, más luminosa y poblada. Sin dejar de ser temas devocionales son también cotidianos con la aparición de niños y animales como los perrillos, caballos, algún camello e incluso enseres domésticos. Decía que los personajes antes aparecían como tristes por la necesidad, ahora son mucho más vitales.

La ciudad había pasado por momentos terribles, en todas las familias había habido muertos, incluso algunas habían desaparecido por completo. En algunos documentos podemos leer que hubo calles enteras que quedaron despobladas. No era el momento de pintar tristezas ni santos envueltos en tinieblas, sino más bien de hacer del arte de la pintura un momento de alegría. Hacer que las personas que se acercaran a rezar a esos santos o a la Inmaculada lo hicieran con devoción, ciertamente, pero sintiéndose iluminados por ese regocijo también. Es decir, hacer de esas imágenes un motivo dulce que los reconciliara con la vida y animara la ciudad. Podríamos estar aquí hablando de un cierto poder terapéutico de la pintura, de una relación entre ética y estética. De un arte que no sabemos si sanaba las almas pero que desde luego sí que nacía para alegrar los ánimos.

Cuadros y retablos, de manera consciente o inconsciente, se convertían en lo que hoy podríamos llamar un constructo ético/estético destinado a la “mejora” de la población (ese tipo de mejora). Una perfeccionamiento espiritual, sin duda, no olvidemos la función catequética del arte y más en los tiempos que hablamos, pero también un progreso, digamos, psíquico.

En la recuperación de las fiestas públicas, necesarias para que la ciudad recobrara el pulso, también los artistas, especialmente Murillo, tuvieron un gran protagonismo adornando calles o sacando cuadros para goce de propios y extraños. Para la inauguración de la reforma de Santa María la Blanca (1666), impulsada por Neve, realizó tres pinturas (Inmaculada, Buen Pastor y San Juan Niño) para un altar efímero que se construyó ex profeso para estas fiestas, que se prolongaron durante nueve días, delante de la iglesia[20]. Estas celebraciones, por más que religiosas, alegrarían sin duda a una población que aún se lamentaba de las muertes y calamidades pasadas tan sólo unos años antes.

Aquellos que realizan un análisis formalista del arte hablarán de la influencia que supuso para Murillo la llegada a la ciudad de Herrera el Mozo, que había revolucionado la pintura con su Triunfo de San Hermenegildo (1654), todo un cambio en lo que a luz, dinamismo y composición se refiere. Herrera fue uno de los fundadores de la Academia de Pintura, en 1660, junto a Murillo y en 1666 pintó para la Catedral la Apoteosis de la Eucaristía. Estas influencias son ciertas, lo que pudo ver Murillo no lo había visto antes ni se lo habría imaginado, las posibilidades de la construcción de la imagen[21], pero no debemos quedarnos sólo en el formalismo. Una obra de arte nunca puede ser un espejo que refleje sino una puerta o ventana que nos posibilite mirar más allá. Tenemos aquí uno de los casos de estudio que nos permiten analizar cómo la pintura, el arte en general, influye y es reflejo del momento social y político en que se realiza. Sus intenciones no son sólo estilísticas y propagandísticas sino, digamos, también éticas si lo queremos entender de esta manera.

Ese compromiso del artista con su tiempo (que no es tal como lo entendemos ahora) se refleja muy bien en lo que expresaba el pintor Carducho en 1633, cuando decía que “la más heroica acción del hombre, según enseña Séneca, es la que hace a favor de su República y bien común, que como no nacimos para nosotros solos, debemos comunicar nuestro talento en lo que puede ser de utilidad a los demás”[22]. Que no debe vivir el artista encerrado en su “torre de marfil” sino más bien comunicando su capacidad de crear imágenes para utilidad de los demás. Ciertamente descubrimos en esta declaración esa utilidad social del arte[23], la mejora (y el esparcimiento) de la sociedad… entre otras cosas.

Fue precisamente después de esa Gran Epidemia de la que hablo cuando Sevilla fue, más que nunca, “Teatro de Religiones” (Hereza). Como ya he apuntado dos fueron los hechos: la devoción a la Inmaculada y la canonización de Fernando III, con un importante componente religioso, sin duda, pero sobre todo con un fuerte carácter político: España como abanderada de la pureza de la Virgen y la Monarquía misma elevada a los altares. Eso no es religión, es alta política de Estado.

En este contexto no debemos olvidar que Murillo fue un hombre extremadamente religioso, algo que nos ayudará sin duda a entender mejor su pintura (y la pujanza de sus relaciones sociales). Muy joven, el 7 de febrero de 1644, entró a formar parte de la Cofradía del Rosario, fundada por los dominicos en su vecino convento de San Pablo[24]. En 1651 se hace hermano de la Vera Cruz y en 1662 seglar de la Orden Tercena de San Francisco, que buscaba potenciar entre sus fieles la perfección cristiana y una religiosidad intimista propia del espíritu del Santo de Asís. En 1665 ya es hermano de la Santa Caridad.

Para comprender también su personalidad (y sus aspiraciones) hay que tener en cuenta un asunto importante: estas cofradías o hermandades, tal vez salvo la franciscana, eran tremendamente elitistas, no cualquiera podía entrar a formar parte. No quiero decir con esto que sus intenciones fueran hipócritas y buscara medrar en la sociedad a través de la religión, pero sí que le sirvieron para rodearse de una serie de amigos y protectores que le favorecieron grandes encargos y abundantes ingresos[25] (aparte de los que ya tenía por el alquiler de casas y comercios con el mercado de Indias[26]). Algunos de estos señores fueron padrinos de sus hijos, como Jorge de Cuadros, Miguel Mañara o Justino de Neve, canónigo de la Catedral y miembro de una adinerada familia de mercaderes, gran amigo y coleccionista (llegó a tener 24 obras suyas), que fundó el Hospital de Venerables Sacerdotes, a donde donó su colección con obras como la Inmaculada de Murillo, conocida como de los Venerables o del Mariscal Soult (hoy en el Prado) y su propio retrato, e impulsor de la reforma de Santa María la Blanca que he comentado, para la que el pintor que nos ocupa realizó algunas de sus grandes obras entre 1650 (Santa Cena) y 1665.

El 1 de enero de 1664 muere su esposa, a la que habían precedido en el sepulcro cinco de sus diez hijos. Será desde esta fecha que entra en una crisis personal que acrecienta su devoción, como apunta Manuela Mena, pero también le llega su madurez estilística y los grandes encargos.

Se podría pensar, a la vista de iglesias y conventos, incluso saber de los desparecidos por sus inventarios, que la Iglesia y sus mandatarios eran la primera clientela de los artistas, pero realmente no era así de manera absoluta, muchos particulares encargaban obras de tema religioso para sus residencias. A esto último obedece, por ejemplo, la gran producción del maestro, además de a las fundaciones pías de nobles y burgueses. En un estudio realizado sobre 224 inventarios, entre principios del XVII hasta los años setenta de la misma centuria, de 5.179 obras de pintura religiosa 1.741 estaban en casas particulares y 1.820 eran puntura profana. Dentro de la producción que hoy se conoce del pintor de la Inmaculada, unas 25 obras son de la llamada “pintura de género”, entre las que se encuentran la “pintura infantil”, pero no exclusivamente.

Casi desde el primer momento estas obras profanas salieron de España, mucho antes de la diáspora de los hurtos de Soult y de la Desamortización, lo que hace pensar fácilmente que se trataba de encargos, especialmente de los ricos mercaderes del norte que pasaban por Sevilla, que también compraban pintura religiosa, como Nicolás de Omazur, que fue gran coleccionista de Murillo, como también al mercado de arte de los países nórdicos, menos gustosos de los temas religiosos. Por ejemplo, los Niños jugando a los dados, hoy en la Alte Pinakothek de Múnich, se relaciona en un inventario de Amberes en 1698. Aunque era un género que ya en boga, trabajado por Eberthard Keil o los Bamboccianti de Holanda, Murillo le imprime un carácter especial y personal al tema, plasmando asuntos más bien anecdóticos y con una espontánea alegría en la mayoría de ellos, recogiendo los postulados del Naturalismo propio de su época y sin duda por esa atracción que ejercía sobre él la psicología infantil, que también se puede encontrar en la pintura religiosa de “Niños Jesús”, ángeles y “San Juanitos”.

En el estudio de estos personajes podemos encontrar mendigos y pícaros, pobres harapientos, pero casi siempre, salvo muy contados casos, llenos de optimismo en sus juegos o en sus meriendas. Cierto que en el Niño espulgándose (hoy en el Louvre), que puede fecharse hacia 1650 (está considerada como la primera obra de carácter costumbrista), hay una cierta sensación de soledad, también por el tratamiento de la luz, pero es algo que desaparecerá en las obras siguientes, las que van del 65 al 75. No son personajes ficticios sino reales, niños hábiles y astutos, de los muchos que pululaban por la ciudad, que, aun dentro de su pobreza, se buscaban la vida cada día.

Este cambio lo señaló muy bien Diego Angulo al compararlo con otro cercano en la fecha, Abuela despiojando a su nieto (entre 1670 y 75) (hoy en Múnich). Ha desaparecido esa sensación de tristeza, más bien el niño está jugando mientras la abuela lo limpia, entretenido con un trozo de pan y su perro, y en el siguiente cuadro, Niño riendo asomado a la ventana (National Gallery de Londres), no hay ni rastro de soledad. En otras dos obras conservadas también en Múnich, Dos niños comiendo de una tartera y Niños jugando a los dados (misma fecha que los anteriores) no hay otra cosa que un divertimento de chiquillos, los segundos con los dados, juego que por cierto estaba prohibido, y los primeros comiendo. Otros dos más, estos en la Dulwich Picture Gallery, Invitación al juego de pelota a pala (hacia 1670), en el que parece que uno trata de invitar al otro y Tres muchachos, o Dos golfillos y un negrito (misma fecha), quizá más jocoso ya que uno de ellos intenta ocultar la comida al chico de color, que lleva un cántaro y que parece pedirles que le inviten a la merienda.

Murillo será, sin duda, uno de los principales pintores infantiles del Barroco. Estas y otras obras del estilo participan siempre de un cierto optimismo. Lo que parece atraer al artista es el espíritu infantil siempre dispuesto al juego, por lo que buscará siempre ese momento feliz[27]. Quizá en esta ternura al representarlos se esconda la amargura por la muerte de sus hijos. De diez sólo le sobrevivieron tres de los que tengamos noticia, uno que pasó a Indias con buena fortuna, otro que llegó a canónigo y una hija que ingresó en el convento dominico de la Madre de Dios, en Sevilla.

Como decía, estas obras fueron muchas veces encargos de mercaderes flamencos, holandeses y genoveses, de los muchos que pasaban aquellos años por la ciudad. En otros casos eran comprados por marchantes de Francia o Inglaterra, que a la vista está los apreciaban más que los clientes habituales de España. Estas escenas podrían parecerse a las contadas por Cervantes en novelas como Rinconete y Cortadillo, pero realmente no tienen nada que ver. Los niños de Murillo no parecen haber sido amaestrados por Monipodio.

Como apunta el profesor Benito Navarrete

Los pobres que pinta Murillo son pillos pero no son pobres de solemnidad. Para ser pobre en el siglo XVII uno tenía que someterse a un examen de pobreza. Para mí ha sido esencial acudir directamente al pensamiento de Murillo a través de los libros de su biblioteca. Sus pillos están influidos por esas lecturas, no sólo por el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán sino por el Arte de ingenio de Baltasar Gracián, que enseña con agudeza a construir una hábil mentira[28].

El citado Angulo, que escribió la más documentada monografía sobre el pintor, creyó ver en algunas escenas murillescas de la infancia la transcripción y paráfrasis visual de algunos refranes populares hoy casi desconocidos. También señaló su originalidad e independencia del danés Eberhardt Keil, discípulo de Rembrandt afincado en Italia, el otro especialista en pintura de niños durante el XVII.

Teniendo en cuenta esa consideración sobre los pobres que predicaba la Iglesia, ideas de las que un católico ferviente como Murillo, miembro de las principales hermandades de la ciudad, era fiel seguidor, parece poco probable que quisiera hacer con su pintura un alegato de los desheredados así vistos, como recientemente algunos han querido decir al presentar al artista como el primer pintor social (de protesta) de la historia. Nada más lejos de su intención que abrir sus lienzos a una especie de demanda social por la igualdad y el reparto de las riquezas, algo que sus influyentes clientes no hubieran aceptado. Por eso apuntaba antes que no podemos hablar de una pintura social de denuncia.

Los clientes de esta pintura infantil o de género eran ricos comerciantes del norte de Europa, que se los llevaban para adornar sus fríos salones y parece difícil pensar que se llevaran en sus equipajes un asunto de denuncia social (en el caso de que así hubiera sido).

En esa época, como antes y después, el cliente que encargaba una obra en el taller de un artista prácticamente le dictaba el tema que quería comprar[29], parece imposible que le pidieran que hiciera una obra que les incomodara mientras contaban sus doblones y maravedíes. Más bien encargarían algo que los entretuviera y les hiciera la vida más amable, como unos inocentes niños jugando a los dados.

Como decía, Murillo es uno de los grandes pintores barrocos de niños, también porque los retrata en situaciones casuales, lejos de los rígidos modelos de los pequeños que aparecen en los retratos cortesanos (con permiso de las “infantitas” de Velázquez). Pero conociendo la estructura y el pensamiento de la España del s. XVII, tanto el regio y cortesano como el eclesiástico, que acaso eran lo mismo, y a los compradores, parece bastante difícil de argumentar que quisiera hacer un “arte social” tal como lo podemos entender ahora, ese que es realmente una denuncia de una situación injusta. Sólo podemos concluir que era social en tanto que reflejo.

Antes he aludido al poder de las imágenes, a cómo éstas son capaces de concretar asuntos y modificar o dirigir voluntades y sobre todo su capacidad de representación. Una reflexión sobre la obra de Murillo, desde este punto de vista, de lo que tienen para perpetuarse en una cierta memoria de apreciación –y también de rechazo- nos llevaría de nuevo a una lectura sobre lo que impactó de su pintura en su momento y cómo lo ha seguido haciendo a lo largo del tiempo y hasta nuestros días. Ese poder que trasladó a sus lienzos conectó directamente con aquellos que las pudieron contemplar en su época, pero nos podríamos preguntar por qué siguió haciéndolo, por qué se convirtió en objeto de reproducciones de toda índole, desde almanaques y estampas devocionales hasta las famosas cajas de membrillo, incluso símbolo político del Estado franquista.

Creo que la respuesta es fácil y a la vez redundante: por el poder de las imágenes, por la capacidad que tienen para representar ideales. Por no ser complicadamente narrativas sino extraordinariamente sensitivas, casi sensuales diría. Por la cercanía que expresan no sólo los personajes secundarios de sus cuadros sino también los celestiales o místicos. Y precisamente esto también jugó en su contra cuando su arte fue denostado por críticos y expertos por demasiado “sensiblero”, lo que no hizo, por cierto, que su cotización bajara.

Fácilmente podemos comprobar que hay imágenes que no sólo no se olvidan sino que adquieren nuevos poderes o al menos renuevan constantemente los que ya tenían y esto es precisamente lo que ocurre con Murillo, que excede, además, eso que podríamos llamar “institución arte”. El “pueblo” que las arropó y las hizo suyas lo sigue haciendo.

Aun cuando una imagen haya sido creada por su autor con la intención de inscribirla e inscribirse en un sistema canónico de valores nada está dicho respecto de su vida histórica. Eso que algunos llaman la vida de la obra de arte más allá de las intenciones de su creador, que la obra vive y se desarrolla más y mejor fuera de las paredes del taller, que es el público el que hace la obra (Duchamp), incluso que de ninguna manera parecen prefijadas por el lugar que ocuparon en la cultura que las vio nacer. La admiración a Murillo permanece porque permanece su poder sensitivo. Por cierto que este permanecer, en reproducciones de todo tipo, dinamita la idea benjaminiana de la pérdida del aura del arte en la época de su reproductibilidad técnica. Esa admiración es igual hacia los cuadros de los museos que hacia las estampitas de Primera Comunión, por horribles y degradantes que éstas sean.

Producidas en una esfera específica, el campo artístico e intelectual, que tiene sus reglas, sus convenciones, sus jerarquías, las obras se escapan y toman densidad peregrinando, a veces en períodos de larga duración, a través del mundo social. Descifradas a partir de los esquemas mentales y afectivos que constituyen la “cultura” propia (en el sentido antropológico) de las comunidades que las reciben, las obras se tornan, en reciprocidad, una fuente preciosa para reflexionar sobre lo esencial: a saber, la construcción del lazo social, la conciencia de la subjetividad, la relación con lo sagrado[30].

Hacía alusión a Murillo y la Dictadura en España. Cuando Franco propone a Petain el cambio de obras que posibilitó la vuelta de la Inmaculada de los Venerables[31] (junto a la Dama de Elche, el tesoro de Guarrazar y otros objetos y documentos de interés histórico-artístico) no se trató de recuperar un “simple” cuadro para el patrimonio nacional sino de traer de vuelta una imagen, un icono nacional que aglutinara afectos, que uniera voluntades y reforzara esa idea de España como adalid de la religión y “reserva espiritual” de occidente. De reforzar el carácter de cruzada que se quiso dar al golpe de estado del 36 y posterior dictadura.

Antes comentaba que la devoción patria por la Inmaculada, en época de Murillo, tuvo más de asunto político que religioso. Con Franco ocurrió otro tanto. Inmaculadas del pintor había muchas, incluso en España, pero fue precisamente esa, que estaba fuera y que había sido robada por un ejército de ocupación que pretendió subvertir los valores de la patria (como según Franco se había intentado hacer en la II República). Tan es así ese valor político de la imagen que no se devolvió a su lugar original en el sevillano Hospital de los Venerables sino que se colocó en un lugar donde pudiera ser visto por todos, sobre todo extranjeros: el Museo del Prado, buque insignia y mascarón de proa de la cultura nacional.

Las piezas recuperadas tenían una significación precisa para el Régimen: documentos del Archivo de Simancas, la Dama de Elche como “objeto fetiche” de nuestro pasado cultural, las coronas votivas del tesoro de Guarrazar como prueba del afianzamiento medieval de la religión cristiana y la Inmaculada como imagen de Estado, de una España que fue abanderada de la devoción a la pureza de la Virgen y debía seguir siéndolo. Precisamente por eso, por la pureza, por la pureza de la raza. Como antes comentaba no hay aquí ni rastro de interés por el arte en sí mismo sino por la cultura como política y viceversa. Una cultura que, positiva o negativamente, siempre es usada por los políticos y a sus intereses acaba representando y sirviendo.

Para abordar esto de una manera más efectiva tal vez habría que acudir a los escritos de Louis Marin sobre la teoría de las representaciones, que vincula este poder con el desdoblamiento de sus dimensiones transitiva y reflexiva, y que pone de manifiesto en su análisis las relaciones de mutua implicación entre representación y poder. En su obra Destruir la pintura (1977), que analiza la oposición entre Poussin y Caravaggio, entiende ésta como un espacio de representación donde es necesario leer la obra como un todo para comprender sus planteos y metodología de un modo integral y en ese todo está comprendido también su contexto. Entrar en diálogo con la pintura, transformarla en discurso. Conocer su definición y finalidad. Como decía antes el por qué y para qué se hace una obra. Un análisis que permee los límites de la esfera artística.

Tal vez, también, analizar la pintura emotiva frente a narrativa y la de Murillo es lo primero, sin duda, ya lo he comentado, pero es narrativa igualmente porque cuenta lo que está ocurriendo en la escena, los personajes que participan, cómo se relacionan entre ellos en pequeños grupos en el caso de los dos cuadros de la Caridad que he mencionado, qué ocurre dentro del cuadro. Pero en las obras de después de la Peste hay una diferencia notable: mientras que en las anteriores están pendientes del milagro en las de después no, al menos no la mayoría, cada cual está atento más que nada de satisfacer sus necesidades. Parece que ya no están dispuestos a adorar al becerro de oro sino al oro del becerro. No están arrobados mirando al santo que opera el milagro ni a la aparición divina sino más bien a llenar sus buches de pan y calmar su sed. Esta es la gran diferencia y lo que debía atraer más al público que las contemplaba en iglesias y conventos, sobre todo teniendo en cuenta las hambrunas y penurias pasadas en fechas no muy lejanas.

Por una parte encontramos a la Iglesia remarcando el discurso de que en Dios está la salvación y ésta llega a través de la imitación de la vida de los santos, y por otra la idea y la esperanza de los menesterosos de encontrar solución a sus necesidades. De ese danos hoy el pan nuestro de cada día, pero el de miga y corteza. Los personajes representados, sus expresiones, su fisonomía, no son la de alguien extraño sino la de ellos y ellas mismas. No retrata Murillo a personajes anónimos, difíciles de reconocer, sino a personas de la calle. En sus caras pueden reconocerse con facilidad. Esta imagen de lo cercano, de lo personal, es lo que hace que la pintura de Murillo goce desde el primer momento de tanta aceptación popular.

Creo que resulta muy interesante comparar cómo representa a estos personajes populares –verdaderos retratos- que se acercan al milagro como el que va al mercado y cómo lo hace cuando tiene que realizar el retrato de un personaje influyente o el suyo propio. Podríamos decir que en ambos casos se trata de un retrato psicológico por lo que tiene de análisis y representación de caracteres y formas de ser, pero en los primeros hay cercanía y en los segundos distancia. De poder ver esos retratos podrían admirar el porte y la distinción de Justino de Neve (admirar), pero no sería fácil identificarse con él. Sin embargo sí se identificarían fácilmente con la madre que recoge el agua o el pan, con el enfermo que es asistido por San Juan de Dios o con el niño tiñoso que es curado por Santa Isabel.

Entonces también la suya es una pintura narrativa, aunque está hecha para provocar emociones, con un sentimentalismo expresivo, en opinión de Manuela Mena o como apunta el profesor Navarrete citando a Goodman

El arte está realizado para despertar emociones, éstas deben estar conectadas directamente con la capacidad del espectador de reconocer los símbolos que le son familiares y que, por tanto, terminan emocionándole por alguna razón, por el placer, el deleite o la impresión o sensación que le causan, porque, al fin y al cabo, el arte es una imitación y la experiencia estética una consolidación que sólo compensa en parte por la ausencia de conocimiento directo y contacta con lo real[32].

Y esta imitación que comenta nos llevaría directamente a la mímesis de la que tanto se ha escrito en la historia del arte desde Aristóteles[33], porque de alguna manera es lo que hace que Murillo conecte directamente con los deseos y esperanzas, esa representación de la realidad que ocurría a su alrededor. El afán por dejar atrás las penurias y satisfacer sus necesidades más básicas. Si Mañara quería que se representaran los milagros de Jesús y de Moisés –como dos de las grandes obras de misericordia- la gente de a pié lo que veía era el pan y el agua, como antes anhelaban el puchero humeante que les llenara el buche más que el prodigio del santo. Se acercaban a la puerta del convento no a ver el milagro de un fraile arrobado sino a calmar su hambre con el cuenco de la “sopa boba”. Prodigio o no lo importante era comer.

Para acercarnos de forma más precisa a esto habría que analizar todos y cada uno de estos personajes, los “secundarios” que aparece en escenas milagrosas o caritativas y los protagonistas de obras como esas de los niños a que antes me he referido o los que se presentan en otras como La vieja gitana con un niño, Vieja con gallina y cesto de huevos, Cuatro figuras en un zaguán[34], Muchacha levantándose la toca o Muchacho con perro[35].

Pero tal vez sea en los primeros donde podemos analizar mejor esas representaciones de lo real, esos cuadros de tema religioso donde aparecen esos personajes y donde los menesterosos se veían representados. Antes he hecho alusión a algunos, como los realizados para la iglesia de Hospital de la Santa Caridad y donde se podría ver de manera más clara la ligazón en la representación de los valores de la sociedad, entre ética y estética o si queremos el arte como sanación.

 1.2. El retrato como representación social

Como he comentado antes, en la Italia del Renacimiento y por diferentes causas, entre otras los escritos de Mirandola, los artistas toman una nueva posición o se hacen plenamente conscientes de ella, de su papel en la sociedad. Producto de esto es también la aparición de los autorretratos, la plasmación de la efigie del autor y su conciencia de la importancia de ser reconocidos en su época y en la posteridad. Esto ocurre también en algunos casos en Alemania y en los Países Bajos.

En España, como ocurre en general con las innovaciones artísticas llega algo más tarde, a primeros del seiscientos. Igual que en otros lugares de Europa se separan de los gremios, donde eran considerados como artesanos y empiezan a ser considerados, y ellos mismos se consideran, como intelectuales. Recordemos que desde Platón la pintura, escultura y arquitectura eran consideradas trabajos manuales, mientras que la poesía y la música eran ejercicios del intelecto y por tanto más elevados y mejor considerados. Ahora también empezarán a hacerlo el resto de las artes. Así, los pintores subirán de escala social, algo muy importante en una sociedad tan compartimentada, y la pintura será un “arte liberal”.

Sin duda el más conocido entre los primeros es el autorretrato de Velázquez en Las Meninas, quien se representa como alguien consciente de su valía, sosteniendo pinceles y paleta (se representa como pintor), en el círculo de la familia real. Fuera de España otros como Rubens no sólo se autorretratan sino que también lo hacen con su familia. Y no sólo ellos sino que también retratarán a sus colegas, como Velázquez lo hizo con Martínez Montañés.

Murillo lo hizo tan sólo dos veces en su vida, con veinte años de diferencia. En el primero, en la treintena, se representa más como caballero que como pintor (también por su vestimenta), con porte distinguido y mirada al frente, casi desafiante. Un hombre que sabe quién es y qué lugar debe ocupar en la sociedad. La forma no es casual, se presenta dentro de un fingido marco de piedra, ovalado, con un lateral ajado por el tiempo. No es fortuito porque aprovecha el valor de ese aire de prestigio que le ofrece la antigüedad, tal como pudo verlo quizás en patio de la Casa de Pilatos, donde los retratos de emperadores y nobles aparecen de la misma forma, aunque en este caso son esculturas.

En el otro, con la seguridad que le dan los años y la confianza en su propia excelencia, aparece más sereno y orgulloso y ya se muestra tal cual es, un pintor que muestra los materiales de su oficio, los que le han hecho famoso, rico y venerado por sus conciudadanos. Vuelve a utilizar el marco pétreo pero esta vez a modo de ventana, apoyando su mano fuera de ella.

Antes había hecho referencia a Justino de Neve y a su retrato, realizado en 1665. No se trató de un encargo si no de un regalo como agradecimiento por haber contado con él para la reforma que el canónigo hizo en Santa María la Blanca y otras gestiones que hizo en su favor. Lejos de la arrogancia que puede haber en los retratos de nobles Murillo está pintando al protector y amigo. Su posición en la silla de brazos, que parece haber sido sorprendido en sus lecturas o meditaciones y sobre todo su mirada representan a un hombre afable, casi podríamos decir que un hombre bueno, que es precisamente como el compadre quiere que sea reconocido en la posteridad.

Decía más arriba que hay una enorme diferencia entre este y los de los pobres de las escenas milagrosas, que estos no se iban a sentir identificados con él, pero nos sirve de todas maneras para conocer la fisonomía de un personaje influyente, de alguien que contribuyó a aumentar la fama del artista.

Esta cercanía con la persona hace que existan diferencias notables con otros retratados, por más que no deje de reconocerse la mano del autor, como el de Juan Arias de Saavedra, el de Nicolás de Omazur, el del Conde Diego Ortiz de Zúñiga o el llamado Retrato de caballero (hacia 1660).

Ciertamente las obras que he ido mencionando más arriba nos ofrecen una lectura más amplia de la sociedad en que le tocó vivir al artista, como también esos cambios en su pintura que he comentado de antes y después de la Peste. Pero también estos retratos, y los suyos, nos ofrecen una visión de esa época. También nos hablan del poder de las imágenes, de la pintura como representación.

A modo de conclusión

A la vista de lo expuesto en las páginas de este ensayo creo que lo más interesante sería, al enfrentarnos a una obra de arte, preguntarnos por qué y para qué se hacen esos trabajos, cuál es su finalidad y a quién iban dirigidos. Cómo era la sociedad en que se produjeron y qué efectos causaban.

Hacer una revisión de lo que hasta ahora hemos conocido como “Historia del Arte” y hacerlo con una metodología sociológica para llegar a responder a la pregunta que antes hacía: ¿a qué tipo de conocimiento puede dar lugar la imagen? ¿Qué tipo de contribución al conocimiento histórico es capaz de aportar este “conocimiento por la imagen”? Romper los límites del reflexionar sobre el arte tal como hasta ahora se ha venido haciendo.

Como antes apuntaba, desde la Sociología se estudia el arte como un producto realizado con una finalidad comunicativa, se analizan los diferentes elementos sociales que concurren en la creación. Analizarlo dentro de los marcos sociales en los que surgió y aprovechar esa capacidad de observación y de aprendizaje puesto que es un espacio social donde se encuentran, aún ocultas, formas de relación. Que el arte es un constructo estético, ciertamente, pero siempre, también, social/político.

Con estos planteamientos podremos acercarnos a la obra de Murillo desde su época, cómo la refleja y cómo influye en ella. Cómo representa los hechos milagrosos que le encargaron pintar y, sobre todo, cómo incluye en estas escenas personajes de la calle. Es decir cómo introduce eso llamado vida civil. Podremos hacernos una idea de cómo esos “desposeídos” se veían reconocidos, cómo por fin ellos y ellas también formaban parte de la historia, por más que no fueran realmente conscientes de ello, pero nosotros sí. Cómo veían reflejadas sus necesidades, aunque la Iglesia utilizara esto con fines más catequéticos que asistenciales (que también los había).

Al hablar de ese reflejo social hemos visto que, por los sucesos ocurridos en la ciudad en los duros años de la Gran Peste, Murillo cambia su forma de pintar y de concebir las escenas. Que lejos de representar las penurias, el hambre, la muerte… lo que hace es convertir su pintura en algo vitalista, festivo. Antes sus personajes secundarios aparecían o tristes o arrobados ante el milagro de tal o cual santo que operaba el prodigio que satisfaría sus necesidades. Los fondos de los cuadros muchas veces eran oscuros, como envolviendo en penumbra aquello extraño, ahora hay sol, hay luz, hay algarabía. El cuadro se abre a un fondo mucho más extenso donde ocurren cosas.

Como antes decía, esos menesterosos van como a una fiesta campestre donde se les va a dar de comer y beber. Está el personaje santo o divino que posibilita el alimento, pero ellos y ellas dejan ver en sus actitudes que a lo que van es a la pitanza, a la santa pitanza, sí, pero pitanza al fin.

Esto, por una parte, es reflejo de la sociedad en la que vivía, pero también es un intento, un intento eficaz, de hacer la vida más amable a quienes contemplaran las obras en iglesias o conventos.

Por tanto creo que analizadas sus obras a la luz de su contexto, con esa metodología sociológica, conociendo lo que estaba ocurriendo en la ciudad en la que y para la que él trabajaba, nuestra apreciación de su arte será mucho más completa. Sabremos que alegra su paleta, que su pincelada se vuelve aérea, más delicada, que cambian las actitudes de los que aparecen en los cuadros, incluso que su obra anuncia de alguna manera las formas vivas del Rococó, pero fundamentalmente sabremos por qué lo hace a la luz de los momentos en los que le tocó vivir o cómo podrían influir estos cambios en quienes veían sus obras.

Conociendo su mundo sabremos por qué se convirtió en el “pintor de la Inmaculada”, pero especialmente conoceremos qué ocurrió en la ciudad, y en el reino, para que esto fuera así. Cómo fue un hecho religioso, cierto, pero principalmente político, como también la canonización de San Fernando.

En definitiva, que el arte es un constructo social/político.

  

Bibliografía

Barbancho, Juan-Ramón (2015) Arte desde un punto de vista sociológico. Experiencias sobre arte, política y sociedad. Ars Activus Ediciones, Granada.

Bourriaud, Nicolas. (2008) Estética relacional. Los sentidos/artes visuales. Adriana Hidalgo Editora. 2ª edición. Buenos Aires, Argentina.

Chartier, Roger (2009) El mundo como representación: historia cultural. Entre las prácticas y la representación. Gedisa, Barcelona.

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Freedberg, David (1992) El poder de las imágenes, estudios sobre la historia y la teoría de la respuesta. Cátedra, Madrid.

García Canclini, Néstor (2007). El poder de las imágenes. Diez preguntas sobre su redistribución internacional. En Estudios visuales: Ensayo, teoría y crítica de la cultura visual y el arte contemporáneoNº. 4.

Hereza, Pablo (2017) Corpus Murillo. Biografía y documentos. Ayuntamiento de Sevilla. Instituto de la Cultura y las Artes.

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Navarrete Prieto, Benito (2017) Murillo y las metáforas de la imagen. Cátedra, Madrid.

Roche Cárcel (ed.) (2012) La sociología como una de las bellas artes. La influencia de la literatura y de las artes en el pensamiento sociológico. Anthropos, Madrid.

Varela, Julia y Álvarez Uría, Fernando (2000), Materiales de sociología del arte. Siglo XXI, Madrid.

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[1] Para ver mis reflexiones sobre esto Arte desde una perspectiva sociológica. Experiencias sobre arte, política y sociedad. Ars Activus Ediciones, 2015.

[2] García Canclini, Néstor (2007). El poder de las imágenes. Diez preguntas sobre su redistribución internacional. En  Estudios visuales: Ensayo, teoría y crítica de la cultura visual y el arte contemporáneoNº. 4.

[3] Citado por Varela, Julia y Álvarez-Uría, Fernando (2008) en Materiales de sociología del arte. Madrid, Siglo XXI de España Editores. Pág. XIV.

[4] Varela, Julia y Álvarez-Uría, Fernando Op. cit. Pág. 13.

[5] Martín Cabello, Antonio (2011), Sociología de la cultura, una breve introducción. Madrid, Editorial Universitas. Pág. 23.

[6] Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494), humanista, filósofo y teólogo. Su filosofía abrió el camino para el descubrimiento del hombre en lo que tiene de valioso, que seguía siendo “hijo de Dios” pero también el centro de la creación. Tuvo una gran influencia en su época y posteriormente con su Oratio de hominis dignitate. 

[7] Utilizando la terminología de la época digo “hombre”, pero me refiero a la persona, hombres y mujeres.

[8] Bourriaud, Nicola (2008). Estética relacional. Buenos Aires Adriana Hidalgo editora. Segunda edición. Pág. 135.

[9] Aún siendo un claustro, al estar junto a la entrada del convento, podía ser visitado por gente de fuera.

[10] Bourriaud, Nicola. Op cit pág 12.

[11] Al hablar de esto no pierdo de vista cómo era ese “mundo común”, el del siglo XVII, donde ni siquiera había clases sino estamentos. Un mundo con unas tremendas relaciones de poder bien presentes y establecidas, donde el que era era y el que no era no era nada. Por supuesto que no era un arte que intentara producir una forma de inventar encuentros posibles, crear las condiciones de un intercambio. En absoluto tal como lo entiende Bourriaud, pero sí que de alguna manera se daban esos encuentros, sobre todo en obras donde la gente podría reconocerse.

[12] Roche Cárcel (ed.) (2012) La sociología como una de las bellas artes. La influencia de la literatura y de las artes en el pensamiento sociológico. Anthropos, Madrid. Pág. 14.

[13] Incluso los gremios, ese tipo de “organizaciones” profesionales heredadas del Medievo, fundaron sus propias hermandades.

[14] No olvidemos que Sevilla era el paso obligatorio para ir a las Indias a evangelizar.

[15] Desde el sevillano convento de La Anunciación, Casa Profesa jesuita, la Compañía difundió mejor que nadie las recomendaciones de Trento.

[16] Annales eclesiásticos y seculares de la muy noble, y muy leal ciudad de Sevilla, metropoli de Andalucia: que contienen sus mas principales memorias desde el año de 1246 en que emprendio conquistarla … S. Fernando Tercero de Castilla y Leon hasta el de 1671 … formados por Diego Ortiz de Zúñiga ; ilustrados y corregidos por Antonio María Espinosa y Carzel. En la Imprenta Real 1795-1796.

[17] Esto cambiará radicalmente en su pintura de después de la Peste.

[18] No me refiero aquí a la actual de “Los Estudiantes” que es de principios del siglo XX.

[19] Moisés haciendo brotar agua de la roca de Horeb (dar de beber a los que tienen sed) y La multiplicación de los panes y los peces (dar de comer a quien tiene hambre), 1667-70.

[20] Fernando de la Torre Farfán en 1666 hace una descripción pormenorizada de las decoraciones y las fiestas.

[21] Para observar esta posible influencia sólo tendríamos que detenernos ante el gran cuadro de El jubileo de la Porciúncula (1666), pintado para los Capuchinos.

[22] Citado por Hereza, Pablo (2017) en Corpus Murillo. Biografía y documentos. Ayuntamiento de Sevilla. Instituto de la Cultura y las Artes. Pág. 33.

[23] Este decir “utilidad social del arte” puede rechinar y mucho leída ahora, pero intentemos analizar las cosas en su contexto. Ni de lejos pretendo justificar las formas, desigualdades e injusticias de la sociedad del seiscientos y mucho menos el poder manipulador de la Iglesia a través del arte.

[24] Pintó varias versiones de la Virgen del Rosario.

[25] En 1652 el alquiler anual de una casa eran 735 reales. Ese mismo año Murillo cobró 2.500 por la Inmaculada con fray Juan de Quirós. Hereza, Pablo, opus cit pág. 23.

[26] En el citado estudio de Hereza podemos hacernos una idea muy clara de su afán de negocio y enriquecimiento. Manuela Mena también comenta que a lo mejor esa imagen “dulce” que podemos tener del pintor a través de sus cuadros tal vez no lo era tanto en la realidad.

[27] Recordemos una vez más la tristeza que dejó la Peste.

[28] http://www.diariodesevilla.es/ocio/Murillo-instrumento-politico-sigue_0_1196880923.html

[29] Basta leer el Discurso de la Verdad de Mañana y luego ver las pinturas de Valdés Leal en la Santa Caridad.

[30] Chartier, Roger (2009) El mundo como representación: historia cultural. Entre las prácticas y la representación. Gedisa, Barcelona. Pág. X.

[31] Acuerdo del 27 de diciembre de 1941 de intercambio de obras. Parece ser que Franco le dio a cambio unas obras de El Greco y un Velázquez que resultó falso.

[32] Navarrete Prieto, Benito (2017) Murillo y las metáforas de la imagen. Cátedra, Madrid. Pág. 117.

[33] A partir de Aristóteles se denomina así a la imitación de la naturaleza como fin esencial del arte. Tal vez pueda parecer un poco exagerado hablar aquí del concepto de mímesis, que se empelaba especialmente para hablar de las “naturalezas muertas” en un intento, digamos, de duplicar la realidad. Traigo a colación este concepto porque la forma de representar a esos que he llamado “personajes secundarios”, tanto en sus primeras obras como en las últimas, tiene algo de eso, de introducir en los cuadros personas reales, de la calle, con sus necesidades e ilusiones, y es precisamente por esto por lo que se veían reconocidos.

[34] Sobe el título de este cuadro hay una cierta polémica entre si es ventana o zaguán, decantándose los expertos por este último, cosa que me parece difícil. Si observamos la pierna izquierda del joven con sombrero el umbral le llega casi a la rodilla, como lo cual habría que dar un salto para entrar en la casa.

[35] Todas estas obras se fechan entre 1655 y 1660.