Últimas páginas de la introducción a La Inmanencia de las verdades (2018), nuevo libro de Alain Badiou.

ALAIN BADIOU
PABLO POSADA (TRAD.)

Prolongando la anterior traducción de las primeras páginas de la Introducción de La inmanencia de las verdades y en consonancia con la publicación de un nuevo libro de Badiou en Brumaria, Algunas observaciones a propósito de Marcel Duchamp https://tictail.com/brumaria/6-algunas-observaciones-a-prop%C3%B3sito-de-marcel-duchamp  en la colección La cabeza de la meseta https://brumaria.net/catalogo/#meseta , traducimos aquí, en exclusiva para Brumaria, las tres últimas páginas de la “Introducción general” al nuevo libro sistemático de Alain Badiou, L’immanence des vérités, Fayard, Paris, 2018; pp. 16-19). Badiou inserta lo específico del aporte de este, su último libro, en las tres anteriores obras sistemáticas que ha producido. Se advertirá la importancia, más allá del tipo de verdades que son las artísticas, del concepto de “obra”.

[…] A partir de lo dicho, puedo aclarar cómo quedan finalmente dispuestos los cuatro “grandes” libros de filosofía que he conseguido escribir en mi vida, bastante larga ya, y ampliamente dedicada, por lo demás, al compromiso [engagement] ideológico-político. A saber, Teoría del sujeto (1982), El ser y el acontecimiento (1988), Lógica de los mundos (2005) y, por último, el presente libro, La inmanencia de las verdades (2018).

  1. Teoría del sujeto hace un primer balance de mi “salida” del existencialismo sartriano, que había encandilado mi juventud. Esta salida fue dominada, en primer lugar, por la travesía, entre 1956 y 1966, del estructuralismo, con el estudio asiduo de la antropología de Levi-Strauss, de la lingüística moderna posterior a Saussure y del marxismo, renovado por Althusser. Más adelante, por el descubrimiento del psicoanálisis, en el texto mismo de Freud y, después, en los textos, milagrosos, publicados por la revista La psychanalyse, de la interpretación revolucionaria que del psicoanálisis proponía Lacan. En tercer lugar, y al precio de una ruda labor, se dio el acceso a la revelación del contenido real de la matemática contemporánea y sus acompañamientos lógicos. Tuve también la oportunidad, con algunos amigos normaliens[1], de desplegar ese amor de Platón que me ha sustentado hasta el día de hoy: lo leíamos y lo comentábamos todos los días, en el original griego, y era como nuestro saludo matinal dirigido a la filosofía. Finalmente, el gusto, constantemente reavivado, por la poesía, la novela y el teatro, hizo que, a través de Mallarmé, Saint-John Perse, Valéry, Césaire, Conrad, Dostoïevski, Henry James, Claudel y Brecht o Sean O’Casey, buscara el modo en que la escritura podía exponer la trayectoria que, sin renegar de su origen, me había conducido, del realismo psicológico de Sartre, al formalismo estructural al que, en este final de los años sesenta, había arribado. La expresión primera de aquello de que – reconozcámoslo – aún era un verdadero caos mental y vital cobraría la forma de un escrito multiforme, una suerte de arsenal de las escrituras, titulado Almagestes (1964), seguido por otra novela, algo mejor compuesta, titulada Portulans (1967).

Treinta años tenía cuando la tempestad de Mayo del 68 me administró una lección de un orden distinto. Comprendí entonces lo que era, de verdad, la política: un camino campo traviesa hacia las partes esenciales e ignoradas de la sociedad en movimiento, un vínculo orgánico con los obreros de las fábricas, los empleados y, sobre todo, con la muchedumbre de los proletarios recién llegados, con aquellos que ya venían, en masa, de África del Norte, de Portugal y, después, del África subsahariana. En los pensamientos nuevos que aventaba este trayecto, iluminado por las invenciones inauditas, en China, de la Revolución cultural, comprendí que la filosofía debió conservar en mí mismo, desde su anclaje existencialista de antaño, las virtudes del concepto de sujeto, pero que debía también, sin embargo, integrar los rigores platónicos del formalismo y de la Idea. Aun cuando, en cierto sentido, la política verdadera debe, a la vez, enraizarse en los movimientos y las travesías aventuradas e inventar nuevas formas de disciplina y de organización. La Teoría del sujeto registra todas estas lecciones.

  1. Tras diez años (1968-1978) de activismo militante, tan denso que – todo hay que decirlo – prácticamente me impedía cualquier otra cosa, había retomado el camino de la filosofía, convertida en una suerte de acompañamiento de lo que seguía siendo mi preocupación primordial, a saber, el servicio práctico de la idea comunista renovada. Poco a poco, tras ese balance en cierto modo salvaje y un tanto romántico que representaba el libro de 1982, la figura sintética de una teoría del sujeto, inducida por una teoría de las verdades, cobró su forma, en cierto sentido definitiva: la que puede leerse en El ser y el acontecimiento (1988). Que el sujeto se vea constreñido por las reglas formales de una ontología sub-yacente se sustenta, en este libro, en una teoría de las multiplicidades formalizada por la matemática de los conjuntos. Que, sin embargo, se sitúe también en régimen de excepción respecto de esta constricción tomará la forma de un origen no calculable, de una ruptura local, y que llamo un acontecimiento. Que, al cabo, la obra del sujeto esté tejida, fielmente, con las consecuencias del acontecimiento, dentro de la estructura misma cuya legislación ha sido interrumpida por el acontecimiento, da lugar al concepto de verdad. Así, todo sujeto es actor de una verdad, la cual es una excepción inmanente dentro de una situación determinada. Pude mostrar que la teoría matemática de los sub-conjuntos genéricos, que debemos a Paul Cohen, rendía cuenta de la dimensión, a la vez local y universal, de las verdades. Los múltiples-verdaderos, en tanto que genéricos, son, efectivamente, partes de la situación, pero ni están captados ni son captables por los saberes constituidos dentro de esa situación. De ese modo, me volvía a topar, en su entera fecundidad, con la distinción introducida por Heidegger entre saber (o juicio) y verdad.
  1. Sabía perfectamente que esta generalidad no agotaba las dificultades y las constricciones con las cuales las verdades batallan, dentro del tejido de las situaciones de que proceden. Cuando el añorado Jean-Toussaint Desanti me señaló que, más allá de la teoría de conjuntos, la teoría de categorías[2] proponía – decía él – una ontología de otro tipo, fundada no ya sobre la compacidad de las multiplicidades, sino sobre la móvil retícula de las relaciones, tuve la revelación de un modo enteramente nuevo de acercarme a estas constricciones y, por lo tanto, de lo que es un mundo particular, con sus leyes y sus determinaciones. Durante años estuve viendo lo que allí había – dura labor matemática – y llegué a la conclusión de que podía y debía mantenerse que el nivel de la ontología como tal era, efectivamente, la teoría de las multiplicidades, pero que era necesario admitir que la teoría de los mundos particulares – la “física”, si se quiere – estaba formalizada en el pensamiento categorial. En otras palabras, un múltiple, en tanto que forma de ser, se piensa en el marco de una ontología pura de lo múltiple, pero la localización de ese ser, el mundo en el que aparece, ha de ser pensado como un sistema de relaciones con otros múltiples que, de ese modo, co-pertenecen al mismo mundo que él. Y esta teoría generalizada de las relaciones se piensa en el marco de la teoría categorial, para la cual las relaciones priman sobre las entidades. Según esa orientación escribí mi tercer libro de filosofía sistemática, Lógicas de los mundos. Transitaba, en suma, del ser en tanto que ser, al ser-ahí: aparecer es estar localizado. Podemos decir también que después del pensamiento del ser, he dado forma a un pensamiento de la existencia. En particular, tras haber mostrado, en 1988, cómo las verdades, bajo la forma de multiplicidades genéricas, universales, podían situarse en clave de excepción respecto de las leyes particulares de la situación de la que proceden, establecía, en 2005, cómo las verdades pueden aparecer, existir realmente en un mundo particular. Había estudiado las verdades y sus sujetos en tanto que formas de ser post-acontecimientales. Estudiaba ahora las verdades y sus sujetos en tanto que procedimientos reales en el seno de mundos particulares, en tanto que formas existenciales de lo que, sin embargo, tiene valor universal.
  1. Pero no era ello óbice para dar por terminada mi tarea. Tras haber estudiado verdades y sujetos – por lo tanto, aquello de lo que somos capaces en materia de universalidad – desde el punto de vista de la teoría del ser, tras haber dado cuenta del hecho de que esta universalidad de las verdades y de sus sujetos puede plegarse a las reglas del aparecer o de la existencia en un mundo particular, faltaba comprender en qué puede sustentarse el que las verdades sean absolutas, es decir, no solo opuestas a toda interpretación empirista, sino también garantizadas contra toda construcción transcendental, lo que quiere decir, dotadas de un ser independiente del o de los sujetos que, pese a todo, fueron sus actores, en cierto modo históricos, dentro de determinados mundos.

Podemos reformularlo de otro modo. Al igual que había podido garantizar la posibilidad ontológica de multiplicidades suficientemente distantes del mundo donde advienen como para tener un valor universal, eximiéndose, de ese modo, del reino de la particularidad; al igual que había podido garantizar que dicha universalidad no excluía en absoluto que fuera esta el resultado de operaciones particulares y que sus actores estuvieran subjetivados en mundos particulares, eximiéndolos así del reino de la transcendencia o del Uno, del mismo modo debía garantizar, contra el relativismo dominante, el punto que sigue: el hecho de que las verdades dependan, en cuanto a su surgimiento, de un aparataje acontecimiental subjetivado, no prohíbe en absoluto que, una vez obradas en un mundo, sean absolutas en un sentido preciso que consiste, como veremos, en su inscripción definitiva en clases infinitas que llamaré, con Spinoza, los atributos del absoluto.

He ahí cómo puedo resumir mi proceder. Una vez hemos esclarecido los fundamentos de la opresión por la finitud, una vez hemos pensado la sorprendente jerarquía de los tipos de infinitud, y examinado, en la división dialéctica de lo finito, la génesis de lo que merece el nombre obra, ¿podemos entonces pensar qué sucede con las verdades, concebidas, no ya en su ser o en su aparecer, sino en su subsistencia real, junto a la permanente posibilidad de movilizar sus efectos? Efectivamente, ¿qué sucede con las verdades como obras, es decir, como fuerzas actuantes singulares que, pese a ser finitas, llevan el testimonio de lo absoluto en el tejido, no solo del mundo particular donde surgen, sino en todo mundo en el cual su universalidad autorice que resuciten? ¿Qué sucede, por último, con las verdades y los sujetos prendidos, más allá de las formas estructurales de su ser y de las formas histórico-existenciales de su aparecer, en la irreversible absolutez [absoluité] de su acción y en el infinito destino de su obra finita? Y ¿qué ha de entenderse por la absolutez de lo verdadera, habida cuenta de que los dioses están muertos? He ahí las preguntas a las cuales, creo yo, inmodesto como soy, que este libro aporta algunas respuestas racionales.

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[1] Badiou se refiere los integrantes de la  célebre École Normale Supérieure, de la calle Ulm, cerca de la plaza del Panteón, uno de los centros en los que el propio Badiou se formó, y en el que terminó su carrera docente.

[2] NdT: A. Badiou se refiere a la teoría matemática de categorías, introducida por S. Eilenberg y S. Mc Lane, pero fundamentalmente desarrollada por Alexander Grothendieck. Sobre este punto merecen la pena los magníficos trabajos del filósofo, lógico y matemático colombiano Fernando Zalamea, y la explicación sintética de la totalidad de la obra de Grothendieck que está preparando. Entre los categoristas más importantes que trabajan sobre la relación entre la teoría matemática de categorías y la lógica o filosofía, pueden citarse, a día de hoy, los nombres de William Lawvere y la talentosa matemática italiana Olivia Caramello.

Algunas observaciones acerca de Marcel Duchamp, de Alain Badiou, es el sexto libro de la colección La cabeza de la meseta.
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