La re-vuelta de lo ‘contemporáneo’[1]

PACO BARRAGÁN

La reciente publicación del libro Disputas sobre lo contemporáneo. Arte español entre el antifranquismo y la postmodernidad, a cargo del historiador de arte y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) Juan Albarrán, nos inserta de lleno en uno de los debates más importantes que tienen a la academia anglosajona ocupada desde finales de los 90: the contemporary o ‘lo contemporáneo’ (o ‘contemporaneidad’). El otro gran debate gira en torno al igualmente ‘feliz’ concepto del global art o arte global.

Hoy por hoy, recurrir al epíteto ‘contemporáneo’ se convierte poco más que una estrategia de marketing: ningún autor o teórico que se tenga en alta estima puede escamotear el adjetivo ‘contemporáneo’ del título o del subtítulo de su obra, ensayo o artículo en tanto que sucesor de lo ‘postmoderno’.

Mas a veces las asociaciones son tan forzadas que resultan cuando menos irrisorias. Bastará con ilustrar esta afirmación con un único ejemplo, pero sí uno que representa de manera harto paradigmática la proliferación de esta tendencia  —me va a permitir, estimado lector, que de ahora en adelante despoje a lo contemporáneo del tedioso entrecomillado— entre autores y editoriales: Radical Museology or, What’s ‘Contemporary’ in Museums of Contemporary Art de Claire Bishop. La teórica de arte y catedrática de The Graduate Center de la City University of New York (CUNY), tomando como ejemplo tres museos que practican una museología idéntica (el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en Madrid, el Van Abbe Museum en Eindhoven y el Muzej sodobne umetnosti Metelkova en Ljubljana), presenta lo que son ejemplos de museología radical hoy día a partir de las lecturas temporales de las respectivas colecciones permanentes que, según ella, articulan ese nuevo entendimiento de lo contemporáneo en el arte contemporáneo. Aparte de que la selección de museos por ella propuesta es demasiado pequeña, arbitraria y escasamente representativa de lo que hoy podríamos entender por una ‘museología radical’, el hecho es que Claire Bishop no tiene mucha idea de museología, pues de hecho confunde museología con museografía a lo largo del ensayo. Y cuando estoy en esto de repente recuerdo que el grupo pop británico ABC cantaba allá por el año 1982 en The Look of Love, uno de sus exitazos, aquel pegadizo estribillo de If you judge a book by the cover/ Then you judge the look by the lover... Desde entonces mi lema es: Don’t judge the book by the cover, judge it by its bibliography!  En otras palabras: ¡dime qué lees y te diré quién eres! Si uno repasa la bibliografía de Bishop se encuentra entre otros con Boris Groys, Peter Osborne, Jacques Rancière, Giorgo Agamben, Alex Alberro, Georges Didi-Huberman y Slavoj Žižek. Todos grandes teóricos, pero ninguno de ellos ha escrito jamás un párrafo sobre museología ni figura en la bibliografía obligatoria de cualquier master, barato o caro, de los llamados Museum Studies. Y lo contemporáneo del arte contemporáneo no es más que un intento superficial por subirse a la moda de lo contemporáneo.

Por esa razón, cada vez que me doy de bruces contra lo contemporáneo en el título de un libro o ensayo me sobrecoge la curiosidad de por qué derroteros me va a llevar el autor o con qué justificación apela a semejante categorización. Sinceramente, dudo de que lo contemporáneo corra la misma suerte académica que lo postmoderno, pero evidentemente puedo estar equivocado y la historia me pondrá implacablemente en mi sitio…

Lo contemporáneo… extemporáneo

Juan Albarrán se ha impuesto a sí mismo un ambicioso reto en tanto en cuanto en el mismo enunciado del libro plantea una discusión acerca de lo contemporáneo, lo antifranquista y lo postmoderno a la hora de analizar el devenir del arte contemporáneo en España. En otras palabras: el relato de lo contemporáneo estaría delimitado entre los polos del antifranquismo y la postmodernidad. “El prestigio de un académico, señala Albarrán, se basa — o, al menos, debería basarse— en la solidez de sus argumentaciones, diagnósticos y propuestas.” (p. 10).

A la hora de enfrentarse al campo del arte contemporáneo, el autor señala en la introducción que “mi enfoque es más historiográfico que sociológico” […] “no proponiendo una historia al uso —cerrada, sistemática y unidireccional— del arte español desde el último franquismo, pero sí trato de seguir la pista a algunos de los principales conceptos, dinámicas, propuestas curatoriales y construcciones historiográficas que han dado forma a nuestra contemporaneidad” […] siendo el “arco temporal que abarca el volumen” desde “finales de los años sesenta hasta la actualidad, 2018, marcada por la crisis económica e institucional” (p. 11). Y, prosigue afirmando Albarrán mientras delimita el campo de acción, que “la transición podría considerarse como el punto de arranque de la contemporaneidad española” dado que en ese momento histórico “la fuerza política del antifranquismo, con el que se habían alineado tanto artistas e intelectuales, tendió a disolverse en un panorama dominado por la teorización sobre la postmodernidad.” (p. 11).  Las cursivas son mías, no del autor.

Analicemos entonces cada elemento discursivo por separado para llegar al final a una visión de conjunto de cómo las disputas y las fricciones acerca de lo contemporáneo se manifestaron en España.

De entrada nos enfrentamos a un serio problema tanto de conceptualización como de periodización. Teniendo en cuenta el auge y magnitud que lo contemporáneo ha acaparado en la academia anglosajona, al titular el libro Disputas sobre lo contemporáneo… lo primero que esperamos del autor es una clara conceptualización y delimitación de los conceptos contemporáneo y arte contemporáneo dado que se han convertido en categorías antagónicas. No es lógico que el autor espere hasta el final del libro, el capítulo 6 en concreto (pp. 187-218), para “contar lo contemporáneo” (p. 213). Eso genera confusión y debilita el punto de partida. Por lo demás, el análisis que hace de lo contemporáneo es demasiado breve y superficial y la bibliografía es incompleta y escasa (Smith, Osborne y Bishop). Las múltiples disquisiciones acerca de lo contemporáneo en la forma de libros, ensayos, artículos, mesas redondas y conferencias (Hal Foster, Terry Smith, Charlotte Bonham-Carter, David Hodge, Alexander Alberro, Richard Meyer, Octavian Esanu, Marcus Boon y Gabriel Levine entre muchos otros) solo se han dado hasta la fecha en el mundo anglosajón.

El antifranquismo… franquista

Pero si la conceptualización y delimitación de lo contemporáneo no es la apropiada ni en la secuencia temporal ni en la forma ni en el fondo, más problemático me resulta aún el ámbito de estudio o periodización del arte contemporáneo en España que fija el autor: el arte español desde el último franquismo en los años 60. Como el propio autor indica citando a Peter Osborne (p. 205), y como es de común aceptación en la historia del arte con ligeras matizaciones, el arte contemporáneo es aquel arte producido a partir de la postguerra. ¡Recordemos cómo en 1948 el Boston Institute of Modern Art pasó a llamarse el Boston Institute of Contemporary Art causando una tremenda agitación entre la crítica de arte y prensa especializadas por considerar el término ininteligible y sensacionalista![2]

Ahora bien, desplazar el punto de partida hacia los años 60 en el caso español es muy problemático y difícilmente asumible desde un punto de vista histórico-artístico e ideológico. Y recalco ideológico porque a pesar de que Albarrán afirme que su “enfoque es más historiográfico que sociológico”, el arte nunca se da en un vacío sino que participa de las circunstancias políticas, sociales, económicas, psicológicas y estéticas del contexto en el que se produce.

Y en el caso del arte contemporáneo español en particular, éste se manifestó en la era de la dictadura. Fueron los Alfredo Sánchez Bella, Joaquín Ruiz Giménez, Leopoldo Panero, Manuel Fraga Iribarne, Eugenio d’Ors, Luis Felipe Vivanco, Luis González Robles y compañía, los pro-hombres del régimen franquista, los que idearon, configuraron, implantaron y manipularon el arte contemporáneo en España. Y esta magnífica aunque sorprendente simbiosis entre la dictadura y el arte de vanguardia ha sido explicada de manera meticulosa por historiadores de arte como Miguel Cabañas Bravo, Jorge Luis Marzo, Paula Barreiro, Julián Díaz Sánchez o Francisco Javier Álvaro Oña. Entonces, si desplazamos el punto de acción a los años 60 sin contextualizar el panorama artístico de los 50 del franquismo, difícilmente se entiende que exista un arte español antifranquista. ¿Vino un ovni y de repente los soltó por Atocha? Aunque hubiera sido de manera telegráfica, Albarrán debió esbozar las acciones del franquismo que hicieron posible el advenimiento del arte contemporáneo en España: la Escuela de Altamira (1949), las tres Bienales Hispano-americanas (1951-1956); el Primer Congreso de Arte Abstracto de la Universidad Menéndez Pelayo (1953); la exitosa presencia de España en las Bienales de Venecia, São Paulo y Carnegie International en los años 50 y 60; las diversas exposiciones internacionales de Arte de América y España; el Museo de Arte Abstracto de Cuenca (1966); 13 Peintres Espagnols Actuels en el Museo de Artes Decorativas de Paris (1959), Before Picasso, After Miró en el Guggenheim, New Spanish Painting and Sculpture en el MoMA de Nueva York (ambas en 1960) o Modern Spanish Painting en la Tate Gallery (1962) como ejemplos de exposiciones exitosas o la creación del Museo Español de Arte Contemporáneo (MEAC) en 1968 inaugurado por el mismísimo Generalísimo (admito que la rima es facilona…).

Todos estos hitos configuraron el arte contemporáneo y determinaron la relación entre las vanguardias artísticas y la dictadura y echan por tierra la hipótesis del autor de que el arte español fue antifranquista. Más bien al contrario: ¡la convergencia entre las vanguardias informalistas y geométricas de Tapiès, Saura, Millares, Cuixart, Feito, Chillida y Oteiza fue absoluta! Es decir: las vanguardias fueron colaboracionistas, no hubo movimientos opositores. Jorge Luis Marzo en Arte Moderno y Franquismo. Los orígenes conservadores de la vanguardia y de la política artística en España al preguntarse si los artistas de la vanguardia de la posguerra fueron colaboracionistas, se remite a su vez a Ángel Llorente: “¿Hubo artistas militantes? Pocos. ¿Hubo artistas colaboracionistas? Más. ¿Hubo artistas que se dejaron utilizar? Más aún.”[3] La realidad es que la única oposición que existió al régimen franquista se articuló en torno a Picasso y otros artistas republicanos que vivían en el exilio. En España la oposición artística fue sencillamente irrelevante, minoritaria y, sobretodo, tardía. Es decir: la poca oposición que surge se da ya en los 70 y con el consentimiento del régimen. Los ejemplos que Albarrán aporta como Tino Calabuig y Eduardo Arenillas de la Cédula de Pintores del Partido Comunista Español (PCE), el Grup de Treball y sus conceptualismos o, incluso, Estampa Popular son meras notas a pie de página y un intento de reescribir un relato —¿acaso un burdo Geschichtsverfälschung como dirían los alemanes— y crear una oposición antifranquista donde solo hubo colaboración franquista. ¡Aquí no se movía nadie sin el consentimiento del caudillo! Otro ejemplo de ese reivindicativo antifranquismo que el autor aduce es que “En 1970 un nutrido grupo de artistas “profesionales” decide boicotear la Exposición Nacional de Bellas Artes, considerada por muchos una muestra anquilosada, incapaz de responder a las necesidades de los creadores” aduciendo que el jurado de selección era nombrado a dedo y que no estaban de acuerdo con los premios dado que el arte no era competitivo (p. 62-63). ¿Le suenan estos argumentos de algo al lector? Son los mismos argumentos que aducían los miembros del Salon des Indépendants en sus estatutos con la famosa no jury-no prize philosophy, ¡pero enunciados un siglo antes en el año 1884! De hecho, las Muestras de Arte Joven, a cargo de Félix Guisasola, que arrancan a partir del año 1985 no son más que una prolongación escasamente innovadora de estos salones con sus respectivos jurados.

La auténtica oposición estuvo fuera en torno a Picasso y sus anti-bienales y la itinerancia internacional del Guernica en los años 40 y 50. Mas estos aspectos parecen no haberle interesado demasiado al autor. Es más, Albarrán incluso llega a afirmar que a finales de los 60 “Los estudiantes, por su parte, consiguieron recabar el apoyo de artistas de peso —Genovés, Saura y Canogar, entre otros—, que emergían como referentes morales para un trabajo político cotidiano” (p. 56). Sorprende semejante afirmación cuando más bien ocurrió todo lo contrario en tanto en cuanto todos ellos colaboraron con el régimen, a través de su participación en exposiciones internacionales, en la proyección de la imagen de una España moderna, democrática y vanguardista. ¡Solo basta con comprobar sus respectivos currículums! Los nombres y los hechos están ahí bien documentados. Si hasta el propio Tapiès admitía que “en principio más que una apropiación por parte del régimen fue un aprovechamiento por parte de los artistas de algunas plataformas oficiales. Yo creo que nos aprovechamos en cierto grado. La manera de salir al extranjero era participar en las bienales, que permitían ir a Venecia o São Paulo. Nosotros pensábamos que si los comisarios nos daban la oportunidad de salir al extranjero no debíamos desaprovecharla.” No soy  yo quién para cuestionar al propio Tapiès… Esos referentes morales de los que habla Albarrán no tenían ningún empacho en aprovechar las oportunidades de exposición internacional que les ofrecía el régimen franquista.

Reescribir el relato desde el presente y crear héroes donde no los hubo silenciando determinadas actuaciones y magnificando otras no es una manera apropiada de reconciliarse con nuestro pasado histórico-artístico. Y pienso de hecho que muchos de los males de hoy proceden de aquellos lodos. Mas lo que sigue ocurriendo en el ámbito de las museos y centros de arte españoles, donde el arte y las vanguardias durante el franquismo siguen siendo tabú, no es más que el reflejo de lo político donde se gestó una transición que forjó un magnífico pacto de silencio. Sus fascinantes entresijos los explicó Alfredo Grimaldos con todo lujo de detalles.[4]

Y he aquí uno de los más importantes campos de la disputa de lo contemporáneo: la gran exposición sobre las relaciones entre la vanguardia de la posguerra y el franquismo. El relato ha sido escrito, pero sigue en el ámbito de reducidos grupos académicos y la gran mayoría de la escena artística española vive de espaldas a él. Lo que falta es la exposición, es decir, el relato visual. Algo que un museo comprometido con los relatos silenciados de la historia como el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS) debería brindar al ciudadano. Más bien parece que conviene seguir practicando una selectiva desmemoria y centrarse en la República que, a decir de Antonio Gómez López-Quiñones, ya “no supone una amenaza sino un artículo de consumo”, como el Guernica, añadiría yo.[5]

Lo que nos lleva al siguiente apartado de la ecuación.

Lo postmoderno… neobarroco

La tercera pata de la disputa de lo contemporáneo se basa en lo postmoderno o la adhesión a la postmodernidad por la sociedad y escena artística españolas a partir de la transición. Sin embargo, aquí también podemos discrepar con el autor. El postmodernismo es un cajón de sastre de cuyas discusiones en la academia anglosajona la escena artística y los teóricos españoles estuvieron ausentes asumiendo a lo sumo la etiqueta de manera acrítica, como ha mostrado Jorge Luis Marzo.[6] Lo correcto sería hablar de un nuevo barroquismo o neobarroco.

Aunque la etiqueta ‘postmoderno’ se aplique a cualquier cosa, me resulta de difícil encaje aquí en tanto en cuanto España como país nunca fue realmente moderno. Para ser postmoderno primero hay que ser moderno y la historia nos demuestra precisamente lo contrario. Mientras proliferaban los experimentos vanguardistas a principios del siglo XX en Francia, Alemania, Suiza, Países Bajos y la Unión Soviética, entre otros, España seguía anclada en el más retrógrado academicismo de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes y los Salones de Otoño. Los artistas verdaderamente interesados en las vanguardias como Picasso, Miró, Julio González, Dalí y Buñuel se veían obligados a hacer la maleta y mudarse a Paris. Movimientos modernos como el surrealismo, el cubismo, el dadaísmo o el expresionismo arribaron en los años 20, mas la dictadura de Primo de Rivera entre 1923 y 1930 los borró de un plumazo —como bien han explicado Valeriano Bozal, Javier Pérez Bazo, Juan Manuel Bonet y Jaime Brihuega entre otros— privilegiando solo un tipo de pintura realista, regionalista y académica.[7] Es con el advenimiento de la Segunda República en 1931 que los movimientos de vanguardia empiezan a florecer de nuevo, mas su vida es nuevamente brevísima dado que la guerra civil se desata en 1936 culminando con la llegada del general  Franco al poder en 1939. En los años 40 España está dominada por las facciones falangistas pro-alemanas sufriendo una época de autarquía y aislamiento internacional. En otras palabras: ¡aquí no hubo ni siquiera estilo imperial ni fascista, solo rancio academicismo! Y es precisamente el gobierno franquista el que recurre a finales de los 40 y principios de los 50, a través del recién fundado Instituto de Cultura Hispánica (ICH), a las vanguardias informalistas y geométricas españolas para salir de ese aislamiento y proyectar hacia el exterior una imagen de modernidad o, mejor dicho, de contemporaneidad. Todo ello lo ha explicado magníficamente Miguel Cabañas Bravo en uno de los libros fundamentales del arte español: La política artística del franquismo. El hito de la Bienal Hispano-Americana de Arte.[8] O como acertadamente sintetizaría Simón Marchán: “un país marcado por la ausencia de una tradición moderna de lo nuevo”.[9]

Pero si esta observación resulta demasiado radical, la idea del neobarroco se inserta dentro de una secuencia histórica muy clara. Recordemos que ya el franquismo y sus teóricos, entre ellos Eugenio d’Ors, habían acudido a la época del imperio y el Siglo de Oro español de Velázquez, Zurbarán, Murillo, José de Ribera o Ribalta para justificar ese carácter ‘barroco’ del informalismo español en oposición a una modernidad protestante y desalmada.[10] Y luego también la transición y toda la estética y filosofía de La movida no solo acudirían a ese nuevo barroquismo sino que encajarían mucho mejor con las teorías de Omar Calabrese acerca del neobarroco y los conceptos de inestabilidad, polidimensionalidad, mudabilidad, artificio, desideologización, fiesta y desmemoria.[11] Además, críticos españoles y extranjeros como Francisco Calvo Serraller, Miguel Fernández-Cid, Alberto Cardín, Gregory Knight, Demetrio Paparoni, César Antonio Molina, Achille Bonito Oliva, Giulio Carlo Argan, José Luis Brea, Luis Racionero, Borja Casani, Eduardo Subirats y Julián Gallego entre otros han incidido en mayor o menor medida en esta condición ‘antimoderna’ y neobarroca del arte español.[12] Pero las coincidencias eran más palpables aún cuando el gobierno del PSOE afirmaba en el año 1988 que “la nueva gran generación de pintores ya no plantean la creación artística en términos sociales o políticos, sino como una gran aventura individual.”[13] ¿Le suenan estas palabras de algo al lector? Era precisamente lo mismo que afirmaba el ministro de Educación franquista Joaquín Ruiz Giménez con motivo de la apertura de la I Bienal Hispano-americana de Arte en Madrid en 1951: “Esta es la gran preocupación que debe orientar la política artística: hacer que el arte sea para sus servidores una ‘grave aventura’ individual”.[14]

Además, el autor a la hora de articular esta postmodernidad española propone “un recorrido a través de tres casos de estudio interrelacionados: la evolución crítica de Simón Marchán, una de las voces más respetadas en el entorno de los nuevos comportamientos, y sus reflexiones acerca de la postmodernidad; la proyección de esa sensibilidad postmoderna sobre y desde la revista La Luna de Madrid, atendiendo a su papel en el magma de las subculturas y al encaje de éstas en la maquinaria de la industria cultural; y las estrategias para la promoción de una nueva generación postmoderna de artistas desde las Muestras de Arte Joven, capitaneadas por Félix Guisasola.” (p. 132). Con todos mis respetos, estos son solo notas a pie de página que el autor selecciona para dar fuerza al concepto de postmodernidad por él planteado. Sin embargo, al fijarse en elementos de orden secundario pierde de vista los hitos que han articulado y aún articulan las disputas sobre lo contemporáneo en el campo del arte español: 1) ARCOmadrid 2) la política estatal de promoción internacional del arte español y 3) el papel del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS).[15] ¡He aquí donde se articulan y libran en los últimos decenios esa disputa sobre lo contemporáneo y no en las teorías de Simon Marchán sobre el postmodernismo ni en la revista La Luna de Madrid ni en las Muestras de Arte Joven! Es importante que tengamos las prioridades claras.

La ausencia de ARCOmadrid

Un libro que pretende revisar y proponer un relato diferente sobre lo contemporáneo en España y no se detiene a analizar el papel que desempeñó ARCOmadrid en el advenimiento y afianzamiento del arte contemporáneo resulta sorprendente al tiempo que poco creíble. Sin ARCOmadrid, que irrumpe recordemos en el año 1982, el arte contemporáneo hubiera tardado mucho más en asentarse y jamás hubiera tenido la fuerza y visibilidad que le dio a la escena artística española. Se puede debatir en qué medida la feria benefició a la escena artística española, pero de ninguna manera cuestionar la relevancia que tuvo para la misma. Y es que ARCOmadrid fue mucho más que una mera feria de arte. ARCOmadrid fue feria de arte, bienal, festival y museo todo en uno cuando España era un páramo. Y gracias a su irrupción se empezó a generar un tejido de galerías, museos y centros de arte, colecciones corporativas y privadas, conferencias y mesas redondas e, incluso, cátedras y másters de arte contemporáneo. El hecho de que ARCOmadrid no figure como catalizador del arte contemporáneo en la España de la transición en el razonamiento del autor solo es entendible desde una postura de izquierdas de cariz marxista o frankfurtiana que sigue manejando binomios como arte-mercado, desinterés-mercancía o capital simbólico-comodificación. Posturas que niegan la ambivalencia, que ya dejó bien explicada Pierre Bourdieu, que genera la tensión entre el capital simbólico del arte y su faceta económica en tanto que commodity.[16] Las escasas y por lo general poco favorables referencias a ARCOmadrid (pp. 20, 21, 144, 145 y 204) suelen ser un perfecto ejemplo de esa compleja y tan divulgada animadversión que existe entre los críticos e historiadores de arte españoles. ¡Tanto es así que, si el lector me permite la ocurrencia, llenarían una tesis doctoral, pero de las de antes del Plan Bolonia! Pongamos entonces unos ejemplos que son sintomáticos de esta nítida y negativa actitud. “En la estrategia de promoción artística, ARCO —escaparate para la nueva pintura en la que se puso en circulación el referido lema de La Luna— desempeñó un papel fundamental como plataforma comercial y elemento de legitimación política. Pese al barniz de cultura y diversión con el que se ha revestido el acontecimiento, su supuesto objetivo, pasaba por la potenciación del coleccionismo privado como un elemento clave para el progreso socioeconómico y la construcción de un sistema artístico profesionalizado y, por tanto, no dependiente de ayudas públicas.” (pp. 144-145). Albarrán prosigue mencionando el anuncio de ARCO88 que se publicaría en prensa y que rezaba: “España. El país del mundo donde más se ha revalorizado el m2. España es una cuna de artistas. Y patria de figuras clave en el arte del siglo XX, como Picasso, Miró, Dalí. Grandes genios cuya obra tiene hoy un precio incalculable. El precio por m2 más revalorizado del mundo. Así es el arte.” (p. 145). Y de ahí llega raudo a la “convergencia entre inversión artística y desarrollo urbanístico” y los “procesos de gentrificación”, y un “mercado especulativo, sin conseguir, eso sí, un desarrollo saneado de su sistema del arte” (p. 145). Y casi al final, Albarrán señala que “En adelante, el arte contemporáneo —pensamos en el nacimiento de ARCO, solo un año después de la llegada del Guernica— sería un terreno abonado para la especulación, la publicidad electoral y el ocio de masas.” (p. 204). Comentarios entre lo naif, lo superficial y lo maniqueo, pero que precisamente por ello merecerían por parte del autor un análisis más elaborado y profundo. Y no sólo porque ARCOmadrid fue arte y parte del desembarco del arte contemporáneo en España (y aún lo sigue siendo nos guste o no), sino porque también es precisamente en la dirección de ARCOMadrid donde a través de estos años se llevó a cabo una fuerte disputa en torno a lo contemporáneo. ¡No incluir a ARCOmadrid en el relato, con sus aciertos y sus errores, es como hablar del arte contemporáneo en Italia y obviar la existencia de la Bienal de Venecia! Este tipo de discurso reductor niega cómo ARCOMadrid —y no la universidad ni el Reina Sofía— trajo a España, por ejemplo, a los más renombrados expertos del arte contemporáneo como Okwui Enwezor, Nicolas Bourriaud, Ute Meta Bauer, Barry Schwabsky, Catherine David y Charles Esche, que contribuyeron a ventilar las ventanas de aquel sofocante cuarto oscuro que era la escena española. Es también negar cómo ARCOmadrid incluso llega a organizar el foro de los encuentros de museos de Europa y Latinoamérica, concebidos por Carlos Urroz en el año 2011. Pero en el fondo, este tipo de discurso también se antoja hoy día caduco porque niega y es incapaz de aprehender las propias contradicciones y paradojas a las que se enfrentan los profesionales del arte a diario, y que no dejan de ser más que el reflejo de la sociedad neoliberal en la que vivimos. ¿O acaso un profesor como él no participa activamente en la formación de alumnos que esperan formar parte de las estructuras institucionales y privadas que conforman el mercado del arte? ¿O acaso el que uno reciba una nómina del estado le exime del status de productor cultural?

La polémica proyección internacional del arte español

Otro de los campos fundamentales que han caracterizado y siguen caracterizando la disputa de lo contemporáneo en España —y que el autor ha obviado por completo— es el de la proyección y promoción del arte español en la escena internacional. He ahí una magnífica labor continuista de las estrategias del franquismo por parte de los gobiernos socialistas de Felipe González y luego los gobiernos del Partido Popular (PP) de José María Aznar. Y máxime cuando España ha sido uno de los países que más ha invertido en esa proyección internacional en los últimos decenios y menos réditos internacionales ha conseguido, como demuestran de manera rotunda la ausencia de artistas españoles en las múltiples documentas y Bienales de Venecia. La polémica exposición El Real Viaje Real a cargo del Überkurator Harald Szeemann, los sonados fracasos durante los últimos años del Pabellón Español en Venecia, como el más reciente, cuyo comisario sigue siendo seleccionado mediante un arbitrario concurso cerrado ajeno a las buenas prácticas, la recurrente ausencia de artistas españoles en la exposición principal de Venecia y documenta o incluso las bienales de breve existencia como la Bienal de Valencia o la Bienal de Sevilla (que aspiraron a fomentar la imagen del arte contemporáneo hacia el exterior) merecen sin duda formar parte del relato. Recordemos aquí las palabras de Jan Hoet que explican tal vez el origen de ese recurrente fracaso: “Los españoles han tenido una situación demasiado fácil en los últimos años. Fueron demasiado promovidos por la política, por el dinero, por el montaje de grandes exposiciones itinerantes. Fue demasiado fácil, demasiado deprisa, no tuvieron tiempo de programar un procedimiento constructivo.”[17] La pregunta que deberíamos investigar es por qué el arte español contemporáneo, a decir de Miguel Ángel Navarro, una vez finiquitada La movida “no ha sido capaz de generar discursos artísticos fuertes o articulados. Discursos que, en cualquier caso, pudieran ajustarse a los imaginarios hegemónicos”.[18] ¿Y si uno de los problemas radica precisamente en que la propia escena artística española no digirió ni analizó de manera crítica su propio pasado y por ello es incapaz de articular un discurso de futuro? En todo caso, esta problemática merece un análisis meditado y profundo y no puede ser despachada por una hipótesis psico-patológica colectiva que simplemente apela a la necesidad de superar “el complejo de inferioridad internacional que sustenta una escala de valores según la cual una práctica es más o menos legítima si ha sido o no sancionada en el sistema de arte global.” (p. 38). El arte forma parte de un sistema global y todos sus miembros, desde los norteamericanos, alemanes y franceses hasta los chinos o los colombianos comparten entonces ese mismo ‘complejo de inferioridad’ y aspiran a mostrar lo mejor que tienen en ferias, bienales y museos internacionales. Esto ha sido así desde la antigua Grecia donde las ciudades-estado en el Festival de Olimpia competían en los concursos de teatro, poesía y escultura por premios y el kleos o fama que luego, siglos más tarde, la Bienal de Venecia retomaría con sus pabellones nacionales y sus premios. Y no debemos olvidar que ya desde el Renacimiento, y, en particular, desde el advenimiento del sistema capitalista y el mercado del arte allá por el año 1475 en Amberes, el arte dejó de ser una práctica limitada a un país o una región para convertirse en un ecosistema profundamente relacionado a nivel internacional y ahora global.[19]

El Reina Sofía como campo de batalla de lo contemporáneo

Y, en tercer lugar, está el protagónico papel que desempeñó el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS) en el afianzamiento de lo contemporáneo en España y donde claramente hemos podido observar las disputas de las diferentes familias políticas y de género en torno a la articulación, control y proyección de lo contemporáneo en España. (De hecho, el unir el nombre de ‘museo’ al de ‘centro de arte’ ya se presenta harto problemático.) Y éste en un elemento que Albarrán solo afronta de manera tangencial centrándose únicamente en la programación más reciente de Manolo Borja-Villel y articulándola en oposición a la política expositiva de Rafa Doctor en el Espacio Uno y, posteriormente, en el Museo de Arte Contemporáneo de León (MUSAC).

Me van a permitir que no me extienda demasiado en este apartado dado que se me está quemando la tortilla de patatas… Además, estoy seguro que el magnánimo lector dará por buenos unos breves apuntes sabiendo que en el fondo lo que persigo es no aburrirle con excesiva elaboración. De entrada, el símil me parece reduccionista, fácil y maniqueo revelando demasiado las predilecciones del autor que basculan entre el elogio desmedido hacia Manolo Borja-Villel y una crítica implacable hacia Rafa Doctor que, en ocasiones, roza el insulto personal. Así, acusa a Rafa Doctor de “anti-intelectualismo” (p. 25), “banalidad” (p. 29), de crear un “ambiente celebratorio del que es apologeta” (p. 34), de convertir el “museo en parque temático” (p. 170), de la “superficialidad del programa” expositivo (p. 177) y de la “espectacularización y superficialidad que fueron señas de identidad del museo” (p. 182). Aunque no esté de acuerdo con la programación ni la filosofía expositiva de Doctor, semejantes acusaciones restan a Albarrán credibilidad y dejan vislumbrar que hay algo personal que las motivan. Por otro lado, esa insinuación de anti-intelectualismo en la forma de una ausencia de un discurso histórico-artístico demuestra una errónea comprensión de la figura del curador y una fetichización de la teoría. Sin embargo, con respecto a la figura y labor de Manolo Borja-Villel en el MNCARS, el autor parece sufrir el ‘síndrome de Estocolomo” manifestado en la incesante alabanza de la reordenación de las colecciones, las “políticas de resistencia” del museo o los “conceptualismos del Sur”. Pero el hecho es que evita entre otros un análisis crítico de cómo la programación de Borja-Villel no negocia el más espinoso problema histórico derivado de las estrechas relaciones de la vanguardia española y el franquismo en las lecturas de la colección: ni en La irrupción del siglo XX: utopías y conflictos (1900-1945) ni en ¿La guerra ha terminado? Arte en un mundo dividido (1945-1968) ni en De la revuelta a la posmodernidad (1962-1982) hubo la más mínima mención. Pero es que tampoco en la exposición Bajo la bomba. El jazz de la guerra de imágenes transatlántica. 1946-1956, concebida en colaboración con Serge Guilbaut, que se pudo ver en el MACBA y en el MNCARS entre 2007 y 2008, hubo el más mínimo intento (¡y ni siquiera en el correspondiente catálogo de casi 800 páginas con más de 50 ensayos!). Tampoco ahora en la exposición que ahora mismo corre en el MNCARS, titulada Poéticas de la democracia. Imágenes y contraimágenes de la Transición, hay lugar para semejante reflexión. Es evidente que esa es una línea roja que Borja-Villel no desea cruzar…

Pero también deberíamos aquí hablar de aspectos como la ausencia del relato de los artistas que participaron en las anti-bienales en torno a Picasso (¡tuvimos que ir a la última documenta en Kassel para ver algunas de esas obras!); la exagerada fetichización de las ‘exposiciones de archivo’ que desactivan sus posibilidades críticas; la adhesión a la museología del ‘cubo blanco’ que entra abiertamente en conflicto con las “retóricas de resistencia” que tanto preconiza el museo; la paradoja del Guernica cuando Picasso dejó escrito en el testamento que se debía entregar a España cuando regresara la República, el legítimo propietario, y no a una monarquía; o el contrasentido que suponen los “conceptualismos del Sur” en tanto en cuanto buscan discursos anti-hegemónicos mientras imponen una nueva hegemonía neocolonial desde la metrópoli madrileña con respecto a las instituciones de Latinoamérica.

Todos aceptamos que el MNCARS ha sido fundamental en el afianzamiento del arte contemporáneo en España, pero la genealogía del museo no comprende solo la etapa actual. Por ello, lo correcto hubiera sido investigar la labor realizada por los diferentes directores que gestionaron el museo, en particular la de María de Corral, dado que la lucha por las posiciones en el campo del arte se realizó ahí de manera enconada. Tampoco es muy propio centrarse en la labor de Rafa Doctor en el MNCARS cuando en esa época el responsable era José Guirao, cuya acción tuvo indudables logros. Observo aquí demasiada dialéctica en blanco y negro.

La ausencia de humor e ironía hacen que el relato, que de por sí es uni-direccional simulando la relación profesor-alumno, sea difícil de digerir y en momentos se vuelva directamente aburrido. Y la falta de un enfoque dialógico que interpele al espectador y le plantee preguntas en vez de ofrecer respuestas, tampoco favorece su interiorización. En este mismo orden de cosas, el conjunto adolece de un tono nostálgico que sale a la superficie cada vez que Albarrán se queja de la escasa incidencia de la universidad en el medio artístico, llegando incluso a mencionar que ningún profesor de universidad haya sido jamás elegido como director del Reina Sofía…

Es evidente que cada generación se siente impelida a revisar el pasado a su manera y a rastrear en él aquello que considera relevante para sus propias urgencias y experiencias. Una relectura del arte contemporáneo español pienso que debería entre otros codificar, evaluar y criticar las relaciones de la vanguardia española con el franquismo, el papel desempeñado por ARCOmadrid como catalizador del arte contemporáneo en España, la labor del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS) en el afianzamiento del mismo y la ideología que alentó las políticas estatales de promoción del arte español a nivel internacional. Si estos elementos están ausentes o son abordados de manera sesgada o incompleta, entonces el resultado deja de estar a la altura de la complejidad y contradicción que ha supuesto la disputa de lo contemporáneo en España.

El libro de Juan Albarrán Disputas sobre lo Contemporáneo. Arte español entre el antifranquismo y la postmodernidad pasará a la historia más por sus lagunas que por sus aciertos, pero servirá sin duda para que otros jóvenes historiadores de arte complementen el polémico y paradójico relato del arte contemporáneo que arrancó con el franquismo, y que aún a día de hoy nos sigue importunando desde la tumba tanto política como artísticamente.

Juan Albarrán, Disputas sobre lo contemporáneo. Arte español entre el antifranquismo y la postmodernidad, Producciones de Arte y Pensamiento (PROAP) y Museology, Madrid, 2019, 230 páginas

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[1] Este artículo fue publicado en la revista online Artishock el 10 de julio de 2019.
[2] Serge Guilbaut, “The Frightening Freedom of the Brush: The Boston Institute of Contemporary Art”, en Marcia Pointon (ed.), Art Apart: Art Institutions and Ideology across England and North America, Manchester University Press, Manchester, 1994, pp. 231-232.
[3] Jorge Luis Marzo, Arte moderno y Franquismo. Los orígenes conservadores de la vanguardia y de la política artística en España, Fundació Espai d’Art Contemporani, Girona, 2007, p. 107.
[4] Alfredo Grimaldos, La CIA en España, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2007.
[5] Antonio Gómez López-Quiñones, La guerra persistente. Memoria, violencia y utopía: representaciones contemporáneas de la Guerra Civil española, Iberoamericana, Madrid, 2006, p. 14.
[6] Jorge Luis Marzo, “Lo moderno como antimoderno. Apuntes sobre el arte oficialista español en la época de la transición” en Margarita Ruiz Maldonado, Antonio Casaseca Casaseca, F. Javier Panera Cuevas (eds.), El poder de la imagen, la imagen del poder, Ediciiones Universidad Salamanca, Salamanca, 2013, pp. 199-217.
[7] Véase por ejemplo Valeriano Bozal, Historia de arte en España, vol. 2 , Istmo, Madrid, 1995; Javier Pérez Bazo (eds.), La vanguardia en España: arte y literatura, CRIC & Ophrys, Toulouse, 1998; Juan Manuel Bonet, Diccionario de las vanguardias en España, 1907-1936, Alianza, Madrid, 1995; Jaime Brihuega, Manifiestos, proclamas, panfletos y textos doctrinales. Las vanguardias artísticas en España (1910-1931), Cátedra, Madrid, 1982.
[8] Miguel Cabañas Bravo, La política artística del franquismo. El hito de la Bienal Hispano-americana de Arte, CESIC, Madrid, 1996.
[9] Citado en Jorge Luis Marzo, “Lo moderno como antimoderno…”, p. 213.
[10] Eugenio d’Ors, Lo barroco, Tecnos, Madrid, 1993 [1944].
[11] Omar Calabrese, Neo-Baroque: A Sign of Times, Princeton University Press, Princeton, 1992.
[12] Citados en Marzo, pp. 199-217.
[13] Marzo, p. 217.
[14] Ibid.
[15]  Desde 2011 ARCO cambió su logo por ARCOmadrid y recurro a esa denominación a lo largo de mi reseña.
[16] Pierre Bourdieu, The Rules of Art, Polity, Cambridge, 1996, p. 58.
[17]  Citado en Marzo, “Lo moderno como antimoderno…”, p. 216.
[18] Miguel Ángel Hernández Navarro, “Fuera de la frase. El arte español más allá del discurso de lo global”, Salonkritik, 10 de febrero de 2013. Accesible online en el enlace: http://aavibdia.blogspot.com/2013/02/salonkritik-fuera-de-la-frase-el-arte.html (consultado el 2 de junio de 2019).
[19] Véase entre otros Elizabeth Alice Honig, Painting and the Market in Early Modern Antwerp, Yale University Press, New Haven, 1998; Niels von Holst, Creators, Collectors and Connoisseurs: The anatomy of artistic taste from antiquity to the present day, Book Club Associates, Londres, 1967; Krzysztof Pomian, Der Ursprung des Museums: Von Sammeln, Wagenbach, Berlín, 2013.

Otros comentarios sobre “Disputas sobre lo contemporáneo”:

COMENTARIO DE CARLOS JIMÉNEZ MORENO